Dice la historia que ha sido la peor tragedia del transporte en Bogotá. En una ciudad o un país serios, eso sería suficiente. Entonces no tendríamos que repetir la fatídica cifra de 21 niños y un adulto aplastados. Ni recordar el drama de los alumnos del Agustiniano de hace un año y de los días posteriores. Ni contar de los escamoteos a la ley de los responsables, gracias a los cuales hoy no lo son, ni los hay, como lo reseña ese epitafio Made in Fiscalía de que todo fue fortuito. Ni enunciar los avatares descomunales de los familiares para cobrar la más triste de las pólizas. Ni enumerar los trámites interminables de los sobrevivientes para demostrar el trauma que les dejó la desgracia.
Pero no, no ha sido bastante. Habrá un poco de consuelo con unas flores marchitas como el recuerdo de la tragedia, con unas notas de prensa desapasionadas, unos pésames extemporáneos y unos suspiros frustrados.
Y nada, nada cambiará como lo presienten Juan Vicente Ortiz y Hernando Gaviria, dolientes en primer grado de sus hijos idos y de los heridos. Nadie tomará en cuenta su desinteresada propuesta de construir un proyecto pedagógico de seguridad en tránsito escolar. Una propuesta que apunta a sensibilizar a los preescolares, a formar a los escolares, a educar a los universitarios, a concienciar a la sociedad y a los conductores acerca del imperioso respeto a la vida, mientras hay vida, antes que el respeto a la memoria de los seis mil colombianos que cada año mueren absurdamente en un accidente de tránsito.
Ellos saben que por ahora no alcanzarán los nudillos para golpear en más puertas y que esa draga que es la amnesia parece, por ahora, más eficiente que los millones de lágrimas que durante estos doce meses amenazaban con inundar el corazón de la patria.