Lo dicen en todas partes, pero es un decir, porque lleva vigente casi dos siglos y medio desde que Juan Jacobo Rousseau, que no era un caballista mexicano ni un cauchero brasileño, sino un filósofo francés, re-escribiera Pigmalión el primero de todos los melodramas, basado en una vieja historia griega en la que un escultor se enamora de Galatea, su obra maestra que es una bella estatua de marfil. Qué piedra.
Y está de moda como lo sabemos por la saturación de la programación de la televisión colombiana (y latinoamericana), cuyo mejor exponente, hoy por hoy, es Pura Sangre. Nunca un título fue tan acertado. Pero también por el impacto del anuncio de la eventual llegada de un tercer canal, lo que despertó no pocas inquietudes entre los melodramófilos.
Desde don Carlos Ardila hasta Carmen, (la de por días en mi casa, porque en las noches no se despega del televisor), los colombianos dejaron ver su preocupación por el futuro de la Tele, pero especialmente de las novelas, a no dudarlo su diversión más barata, para no decir que la única y agraviar con ello a los gestores culturales, en caso de que los haya. Es más barata que el sexo, dice Carmen que ya tiene seis frutos de otras tantas malas temporadas en la programación del ‘praim’, como me lo repite siempre, con una pronunciación que envidarían la Ministra María del Rosario Guerra o el Canciller Araújo. Más barata, como hemos de creerlo en estos tiempos de televentas de cuantos menjurgues, juguetes, colores y sabores existen y que terminaron por complicar, encarecer y hacer aplazar cada vez más los deberes conyugales mensuales, como lo mandan los cánones de educación sexual en uniones permanentes.
En cambio, pocos se acordaron de los programas de concurso, de variedades o noticieros, aunque en poco se van diferenciar unos de otros cuando comience la licitación. “Es que no tienen suspenso”, repite Carmen, que gracias a ellos aprendió a hacer hace zapping con un desvencijado palo de escoba.
Sí, el melodrama está incrustado en la vida de los colombianos aún antes de que hubiera colombianos, (como lo supo, por ejemplo, la ecuatoriana Manuelita Sáenz); y sobrevivirá cuando no los haya y las probabilidades (para los colombianos) aumentan si las gestiones del presidente Chávez no tienen un final feliz. Aquí el melodrama tiene vida propia porque se nutre de los problemas cotidianos. Y de esos tenemos más que el álgebra de Baldor.
Como pasa con el café y la palma africana, parece no haber un mejor escenario para el género. Por experiencia sabemos que el melodrama es sacrificio, es tensión dramática que nos llega mediante protagonistas que siempre son víctimas, por culpa o gracias a fuerzas superiores o más poderosas que ellos; sabemos que se necesita una clara división entre buenos y malos, que los personajes simbolicen posiciones encontradas, que haya efectismo y espectacularidad, que el absurdo sea posible, que se le dé relieve a lo sentimental y que apunte a un final feliz. (y de ser posible, que haya unas piernas perturbadoras como las de Zharick León)
Condiciones todas que se dan silvestres en nuestro medio y que hacen que seamos potencia (así sea en potencia) en la producción cotidiana de situaciones que ameritan cuando menos un sketch como ese de que el país mejora, como dicen las cifras. Los malos acechan. El presidente tiene que irse, más o menos en mil capítulos. Cuenta regresiva. Se le busca sustituto. Los malos acechan. No se encuentra reemplazo, dicen. El presidente se convierte en víctima y tiene que quedarse. “No hay otro camino”, grita con acento la actriz de reparto Margaret Thatcher, con telón musical de ranchera, bolero o balada en la voz de Juanes diciendo “Me enamora” del álbum “La vida es un ratico”. El país y las fuerzas superiores aplauden. Final feliz. (Como los malos acechan, siempre queda espacio para una nueva temporada. Es el destino.)
La fórmula funciona con el Minagricultura Arias que de galán perfumado pasó a ser como ‘Toro’ el del Llanero solitario, con el Comisionado de paz (cuyo papel parece escrito por Roberto Gómez Bolaños), con el fiscal Iguarán y su dosis de ingenuidad a la hora de escoger las compañías, (ya supera la de Caperucita); con el club Los Millonarios cuya trama uno vuelve a ver en cinco meses sin que nada cambie; con el presidente Chávez que parece impersonado por dos actores, o con Lucho Garzón, cuya indecisión ya supera la de María, la del barrio.
Sí, es la misma receta de Pigmalión, el rey que habíamos visto enamorado de una estatua. Logra, porque es un melodrama (y no hay Corte que se lo impida), que una diosa le dé vida a su amada para casarse con ella. Final feliz. Unos aplauden porque creen que la expectativa tiene más poder que el pasado. Otros porque creen que la conducta de unos puede ser modelada a imagen de otros. Como en la vida real, el telón, los créditos o los comerciales no nos dejan ver quiénes tenían la razón y a quiénes les correspondieron las lágrimas. Una razón más para ver el siguiente capítulo…
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MORALEJA: Tiene razón el escritor Monsiváis, el melodrama es el molde sobre el que se imprime la conciencia de América latina

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