Por Sergio Ramírez

Publicamos a continuación el texto del discurso pronunciado por el exvicepresidente y escritor nicaragüense durante el acto de proclamación y entrega del los premios de periodismo Simón Bolívar, el pasado 9 de octubre.

La globalización es un fenómeno que representa una integración vertiginosa de los mercados, pero también ha creado una nueva concepción de la cultura, y una nueva visión de la información.

Hoy no existen en el mundo distancias remotas, ni acontecimientos de ayer. En los siglos de la colonia, las coronaciones de los reyes de España se celebraban en América ya cuando esos reyes habían muerto, o enloquecido. Ahora, el poder de las imágenes nos atrapa con su presencia instantánea; todos los dramas se representan a domicilio, y todas las catástrofes entran cotidianamente en nuestra vida privada. El resplandor de la pálida hoguera del aparato de televisión ilumina nuestra caverna. Es nuestro oráculo cotidiano.

En la mente del escritor de ficciones, y en la mente del escritor de realidad, también se arman escenarios simultáneos, que tienen la misma calidad instantánea, y en muchos sentidos comos prisioneros de esos escenarios. No puedo huir de las visiones de la realidad. Lo que siempre tendré en mis manos es un modelo para armar, con piezas sorpresivas que me entrega esa misma realidad que llega desde la vida turbulenta y desde las imágenes que reflejan esa turbulencia.

La aldea global es una aldea en llamas donde los conflictos se suceden unos a otros sin vínculos aparentes, pero bajo una misma variada escenografía en la que pesan visiones contrastadas del mundo. El horror a domicilio. Todo podemos verlo sentados frente al televisor. La locura con garras nos acompaña a la hora de la cena. No hay escenarios distantes. Todo ocurre dentro de nuestra propia casa, y dentro de nuestras propias conciencias intrigadas por el siguiente capítulo de la gran telenovela global.

Ultramodernas guerras de conquista por el dominio de las fuentes del petróleo, como ya no creímos ver más desde los tiempos coloniales, transmitidas con la fanfarria de las grandes superproducciones cinematográficas. Fanatismos irreductibles, raciales y religiosos, que alientan el terrorismo que ha borrado todas las fronteras; el racismo renacido en Europa de las cenizas de los crematorios de los campos de concentración.

América Latina resplandece cada noche en las pantallas frente a nuestros ojos con fulgores de azufre. Bandas de asesinos paramilitares cuyos líderes, vestidos como ejecutivos de negocios con trajes de Gucci dan cuenta de sus víctimas enlistadas en la memoria de una lap top, y ancianos guerrilleros obesos que reina en la selva convertidos en aliados de los narcotraficantes.

Narcotraficantes que se sientan en retretes de oro macizo, van en peregrinaciones a Jerusalén, y coronan reinas de belleza que luego pasan a ser sus trofeos de caza, héroes de los corridos norteños que cantan sus hazañas.

Pandilleros adolescentes organizados en fraternidades bajo códigos de honor secretos, inscritos en sus tatuajes, que aprendieron el arte de matar en las calles de Los Ángeles y en las propias pantallas de televisión, y que se ven a sí mismos como héroes de su propia película.

Caudillos que encienden fuegos mesiánicos en las cuevas del poder, destinados por la divina providencia a quedarse gobernando para siempre, en la repetición de una de nuestras más viejas fantasmagorías decimonónicas, la del poder repetido en un juego infinito de espejos.

Revolucionarios con cuentas cifradas en dólares, prósperos empresarios entrenados en los viejos manuales del materialismo histórico, que cuando entraron en triunfo a la plaza colmada de pueblo, tantos años atrás, no tenían segunda camisa que ponerse. Los sueños de la razón, que siempre engendran monstruos.

Los símbolos han sido trastocados. El heroísmo ha dejado de ser un atributo de los buenos, para trasladarse a una frontera difusa entre el bien y el mal. Los ideales y el heroísmo han dejado de pertenecer a un territorio seguro para convertirse en una materia borrosa. ¿De qué lado del espejo nos hallamos?

El espectador de las películas de acción made in Hollywood siempre ha sabido que hay un vengador que terminará haciendo justicia a balazos, matando a decenas de villanos y haciendo volar sus madrigueras con armas cada vez más mortíferas. El vengador justiciero empapa de sangre la pantalla, mutila, tortura, hace padecer al delincuente para que pague su culpa antes del tiro final. Un estremecimiento de gozo sacude al espectador; nuestro amor a la justicia se vuelve sádico. ¿Pero dónde ocurre todo esto, en la vida, o en la ficción? ¿Y quién mata a quién? ¿De qué lado estamos por fin? ¿Cuál es la vestidura de los héroes? ¿Y los ideales?

Verdad y ficción pasan a ser sacudidas por los mismos estremecimientos, o a caber en las mismas certidumbres. Lo que recrean las películas de Tarantino viene a ser lo mismo que lo que sucede de verdad en las calles de Río de Janeiro, donde los niños mendigos son muertos a balazos para limpiar la ciudad, o en las de Ciudad Juárez, donde cada día muere asesinada al menos una mujer que antes ha sido torturada y mutilada, o en Guatemala, donde un obispo es ejecutado al día siguiente de presentar su informe sobre crímenes de guerra, su nombre agregado a la lista de miles de víctimas que él mismo había elaborado.

La muerte por causas naturales viene a ser la excepción sin gloria. Puedo resumirlo en aquella historia de la madre que se acerca al niño absorto frente a la pantalla del televisor, y le dice que su abuelo ha muerto. El niño, sin quitar los ojos de la pantalla, sólo pregunta: “¿Quién lo mató?”.

Pero también hay otras imágenes que me acompañan con persistencia. La imagen de un niño en el desierto de Eritrea. Alguna vez se está peleando allí una guerra absurda, por una franja de arena frente al océano Índico. Mientras el ejército etíope avanza, los refugiados que cargan sus pocas pertenencias se van multiplicando. Y aquel niño moribundo queda atrás, seguramente porque su familia ha muerto. Y es el momento en que un fotógrafo alemán hace la foto. En esa foto el niño famélico de piel seca, más bien parece un anciano. El paisaje es también una piel seca, la tierra dura de las eternas sequías fragmentada como una tela de araña. Y al lado del niño, atento, paciente, vigila un buitre. El buitre sabe que sólo le toca esperar. Nuestros cielos están llenos de buitres.

O al cerdo le toca esperar. Nicaragua, 1998. Una avalancha de piedras, lodo, troncos descuajados que han descendido desde las faldas de un volcán arrasadas por la voracidad de los traficantes de madera, sepulta decenas de aldeas. Sobre el gris sucio del barro que define todo el horizonte, está tendido el cadáver desnudo de un niño de unos tres años. A su derecha, un cerdo negro y flaco lo husmea, acercándose. Un horizonte infinito de cal y ceniza en el visor, no hay cielo en el campo del encuadre, sólo gris, la silueta más oscura del niño desnudo y la silueta más oscura aún del cerdo que avanza, la pelambre enlodada, el hocico entreabierto en el que se adivinan los colmillos, la ranura de los ojillos, las orejas puntiagudas alertas, la cola en espiral, la pelambre enlodada. La violencia de la naturaleza, apurada por la ambición. El paisaje está lleno de cerdos hambrientos.

La violencia deja unas aguas teñidas de sangre para entrar en otras aguas espectrales, de la guerra a la miseria, madre terrible de todas las violencias, cataclismos que sólo exponen la penuria de los que desde antes eran damnificados. Los huracanes, los terremotos, no hacen sino sacudir y desgarrar el telón que cubre su indigencia.

De las tinieblas a la luz. El mundo iluminado que puede seleccionarse en trescientos canales distintos de televisión, en las revistas ilustradas, en los suplementos a colores de los periódicos, queda al alcance como la fruta dorada del paraíso. No hay más que estirar la mano. Automóviles inteligentes, hoteles de seis estrellas, tarjetas de crédito de platino que pagan por todos los sueños artificiales, cruceros de vacaciones por las aguas azules del Caribe en barcos de veinte pisos, pantallas de plasma para cubrir toda una pared donde las imágenes son siempre de tarjeta postal, espectaculares equipos de sonido que retumban dentro de los hogares.

Para quienes seducidos por el hedonismo de los tiempos pueden comprar algo de ese paraíso a plazos, la promesa de felicidad sin fin se vuelve una droga alucinógena. Para el que no tiene nada, aquel es un eco lejano que arrastra una música atrayente; así comienza, primero en las mentes, el éxodo hacia la tierra prometida distante. Los efectos de la prédica que no cesa han sido devastadores en el alma de quien busca la frontera del paraíso.

Medio millón de africanos vagan por el desierto esperando acercarse a las alambradas que dividen África de Europa en Ceuta y Melilla, para saltarlas una noche de tantas, o escabullirse debajo de ellas y abandonar así el corazón de las tinieblas. ¿Cuánto tiempo podrá Europa tener africanos como estrellas de sus equipos de fútbol, dueños de las portadas de las revistas deportivas, y detener a la vez la avalancha de inmigrantes ilegales que vienen a represarse tras las cercas de alambre desde sus oscuros y lejanos países casi abolidos hoy por las hambrunas, las enfermedades y las sequías, y no pocas veces las disputas de poder resueltas en guerras tribales que sólo generan más miseria y abandono?
Nadie escoge a sus vecinos de geografía, pero el vecino más inquietante de Europa es África. Nadie escoge a sus vecinos de geografía, pero el vecino más inquietante de Estados Unidos seguirá siendo América Latina. Millones de latinoamericanos avanzan clandestinos hacia la tierra prometida. Espaldas mojadas que se lanzan a nado a las aguas del río Grande, que se arriesgan a morir de sed, o calcinados, en el desierto de Arizona, asfixiados dentro de vagones de ferrocarril, congelados dentro de camiones frigoríficos.

El símbolo más ominoso durante la guerra fría fue el muro de Berlín. Ahora los Estados Unidos alza un muro de más de dos mil kilómetros para detener a quienes van en busca del sueño americano. Un muro inteligente, atravesado por rayos láser, armado de detectores ultrasensibles, vigilado por aviones sin tripulantes. “Dadme a tus cansados, a tus pobres, a las muchedumbres que ansían respirar libertad”, suena la vieja frase en el viejo disco rayado.

La nueva filosofía levanta un muro frente a los desnudos y los hambrientos. Y también proclama que han quedado abolidas las viejas reglas. La decencia, la primera de ellas. La exacerbación del individualismo, que justifica el enriquecimiento a toda costa, abre ante los pies el abismo de lo ilícito. Para enriquecerse, como manda el nuevo credo, no valen reglas. La violencia contra la conciencia. La ética ha sido demolida desde sus cimientos. La principal violencia que sufrimos es la violencia ética.

El descrédito repentino de las utopías sociales, a la caída del socialismo burocrático, creó primero un vacío, no exento de estupor, y en seguida una sustitución virulenta. Las luchas y los sacrificios para conseguir un mundo nuevo sin explotación ni miseria, terminaron en fiasco y desencanto, y en el enriquecimiento masivo de unos pocos. Ahora había que pensar en el yo, tantas veces pospuesto. Una carrera para recuperar el tiempo perdido que significó la carrera hacia el abismo ético.

Sólo hemos alcanzado a tocar con la mano los frutos más amargos, y eso podemos advertirlo en la realidad, y en la pantalla. En los dos ámbitos, el mundo se divide frente a nuestra percepción: la oferta del paraíso del consumo, y la violencia y la miseria que se engendra en su entorno. Dos ámbitos que resultan, obviamente, contradictorios pero no excluyentes. En el mundo global, consumo y violencia están conviviendo.

Y la corrupción está en la foto. La manifestación más importante de la violencia ética es la corrupción, no como la actitud esporádica de un grupo de individuos, sino como una conducta que afecta al cuerpo social y busca de manera solapada una carta de legitimidad en la conciencia individual, y en la colectiva. Ese es el mayor daño.

Frente a los ojos del ciudadano los actos de corrupción no tienen castigo. Negocios ilícitos a la sombra del Estado, tajadas en las privatizaciones, apropiación de bienes públicos, licitaciones amañadas, quiebras fraudulentas de bancos. Lavado de dinero a gran escala. La gente común adquiere la certeza de que hay una raya insalvable que traza los privilegios de la impunidad, privilegios que se vuelven naturales. La gente común transforma entonces su sentimiento de indefensión, en impotencia, y la impotencia, muchas veces en cinismo. ¿Si los otros pueden, porqué no yo? Y esa deserción ética en la conciencia, es la que concede al fenómeno de la corrupción un carácter orgánico. Nunca hemos estado tan desprovistos de una brújula ética como ahora.

Gobernantes electos por el voto popular que terminan prófugos de la justicia pero mantienen ocultas sus fortunas, o, lo que es peor, vuelven a presentarse como candidatos, y mantienen altas cuotas de poder político.

Héroes de la gran novela negra. Vladimiro Montesinos, que en nombre del convicto presidente Alberto Fujimori logró comprar en Perú desde reinas de belleza hasta periodistas deportivos, animadores de televisión y empresarios de supermercados, diputados y militares, dueños de diarios y a los periodistas de esos diarios, y mientras compraba a todo el mundo, también robaba, y mataba.

Pero junto a la violencia contra la ética, está también la violencia contra la democracia. El autoritarismo nos amenaza siempre desde el fondo de nuestro pasado. También de esa violencia tenemos noticia todos los días. La inoperancia de las instituciones, el miedo a emitir leyes justas y el temor a dar sentencias justas. Y junto al desprecio a las leyes y a la Constitución, la retórica que ampara la falsedad y la falta de transparencia en la conducta política.

Y la violencia de la ignorancia. El fenómeno de la globalización está imponiendo un mundo dividido no sólo entre los que tienen y no tienen, sino, más dramático aún, entre los que saben y no saben.

Dominar el conocimiento, estar al día, participar de las claves tecnológicas del desarrollo significará la integración, o el ostracismo; y el ostracismo de la ignorancia llevará aún a mayor pobreza. Sin educación, veremos al avance de la humanidad como espectadores, a través de las pantallas que siempre estarán allí, pero no seremos ni actores, ni partícipes. La violencia de la ignorancia será entonces más patética aún.

Abismos repetidos. Quizás como en ningún otro lugar del planeta, los escritores latinoamericanos nos hemos vistos a nosotros mismos como profetas de nuestro tiempo. Quizás sea una arrogancia. Pero al menos, tenemos un papel insoslayable, que es el de testigos, y al ser testigos, somos también cronistas.

Ver, y tocar. La historia pública ha estado siempre en la sustancia de nuestra escritura, como lo está en la sustancia del periodista, y nunca ha sido posible contar historias privadas fuera del gran escenario de la historia pública, que nos seduce por sus anormalidades.

La épica narrativa no viene a ser sino la suma de las pequeñas épicas, los dramas representados, a lo mejor, en las esquinas más oscuras del escenario, entre la miseria y la corrupción, el éxodo hacia los espejismos y la épica pervertida, y, además, la recurrencia viciosa de nuestro pasado.

Porque el pasado tiende a repetirse de manera viciosa, y aunque volvamos a ver las mismas imágenes de ayer, esas imágenes sabidas vuelven a sorprendernos. Tiranos y caudillos. Demagogos de feria que ofrecen aguas de colores como elíxires para todos los males. Estuvieron en la vida, estuvieron en la historia, y estuvieron en la novela. La rueda gira, y vuelven a aparecer en el escenario con perturbadora constancia.

Frente a esta perspectiva, lo más inquietante no es la materia de que estarán hecha los periódicos en el futuro, ni la forma en que las noticias llegarán a nosotros, sino cómo estará definido en términos éticos el universo de la información, desde luego que cualquiera que sea el mundo en que vivamos, siempre dependeremos de la necesidad de saber lo que ocurre.

Nadie ha previsto por el momento un mundo de seres solitarios, que no tengan que comunicarse entre sí, o un mundo donde los medios de comunicación no tengan un papel ético que cumplir. Es decir, el papel ético que representa la búsqueda de la verdad.

Buscar la verdad significa descubrir. Levantar tapaderas, abrir cerrojos, arrancar máscaras. Y el poder, por su propia naturaleza, busca ocultar. A mayor respeto de la institucionalidad democrática, mayor transparencia, mayor rendimiento voluntario de cuentas. Pero mientras tanto, el periodismo siempre estará enfrentado al poder. Es su fiscal natural.

Hoy elegimos a nuestros gobernantes en la generalidad de los países de América Latina. Pero el hecho del voto popular no confirma todo el proceso democrático, que es un asunto de todos los días, y pasa necesariamente por la libertad de expresión, que es también un asunto de todos los días.

Y nuestra democracia contemporánea engendra paradojas. Tenemos gobernantes autoritarios legítimamente electos, y ésa es la contradicción más visible de nuestros tiempos en América Latina.

Gobernantes legítimos que se empeñan en conspirar contra la democracia misma, en el afán de quitar de por medio todo aquello que sirve de obstáculo al poder sin límites que quisieran tener en la manos, entre esos obstáculos los medios de comunicación críticos. Y eso que ellos consideran obstáculos, son nada menos que los pilares de la institucionalidad.

No olvidemos que el periodismo nació en Latinoamérica en el siglo diecinueve en contra del poder. En las mesas de redacción, instaladas al lado de las imprentas manuales y las cajas de chibaletes, y lo mismo al lado de los polvorines, se sentaban quienes tenían la doble condición de periodistas y luchadores por la libertad para escribir libelos, una palabra entonces legítima. Más que noticias, sin embargo, difundían ideas. De la mesa de redacción se solía subir al caballo para las campañas militares, o pasar a la cárcel, o al ostracismo, cuando no al paredón de fusilamiento.

La terquedad, la visión de un solo color, fue una herencia decimonónica. Se estaba completamente en contra o completamente a favor. No había líneas intermedias, no había espacios de tolerancia, ninguna posibilidad de reconocer en los hechos ángulos diferentes a las posiciones de cada bando.

Aquella identidad original entre ideología y difusión de ideas, más bien que de noticias, se ha ido modificando en aras de la objetividad a la hora de informar, pero no se ha modificado la toma de distancia frente al poder. Para beneficio de la modernidad, los periódicos que respaldan al gobierno de turno incondicionalmente y pasan a ser sus voceros, se vuelven malditos. Los lectores reclaman siempre un espíritu crítico de parte del periódico que leen, un espacio de independencia, la garantía de que si se está cocinando algo malo en las alturas, el periódico debe exponerlo.

En este sentido, los medios de comunicación cumplen en América Latina con una función sanitaria cuando denuncian los actos de corrupción, y cuando lo hacen de manera seria, y documentada, llegan a sustituir a los órganos de control de los Estados.

Tienen, así, el papel de suplir muchas de las carencias y deficiencias de nuestros sistemas, asegurando una posición crítica e independiente, y garantizando que en sus espacios quepa el debate abierto. Este es un puntal necesario de la sociedad democrática, que los gobiernos autoritarios siempre van a tratar de disminuir

Si los medios de comunicación tienen una función crucial, entre otras varias, es la de contribuir a que los gobernantes se sometan a las leyes, y no que ellos sometan a las leyes. Que tenga más peso la voluntad de las instituciones, que la voluntad de los individuos. Que la autoridad, en fin, sustituya al autoritarismo, y que los espacios de libertad ganados, no sean maltratados, ni reducidos. Entre ellos, por supuesto, el de la propia libertad de prensa.

Por eso el poder público cierra medios de comunicación, usa las cuentas publicitarias del Estado como arma para someter, y reprime a los periodistas, que caen también bajo la represión de otras manifestaciones de poder que no son ya las del Estado, sino fácticas, como ocurre hoy con el narcotráfico. Un poder oscuro y despiadado, pero eficaz.

Sólo en México, hacia donde se ha ido trasladando el centro de gravedad del negocio de la droga, 35 periodistas han sido ejecutados desde el año 2000, y hay periódicos que han decidido el cierre temporal ante las amenazas, como el diario “Cambio Sonora”.

Frente al edificio del diario “Tabasco Hoy”, en Villahermosa, fue arrojada hace poco la cabeza de un redactor, mientras su cuerpo decapitado apareció en otro paraje de la ciudad. Ya el diario había sufrido ataques con bombas y granadas de fragmentación, y uno de sus reporteros había desaparecido. Horror y terror que no cantarán los narcocorridos.

Mucho se habla de la suerte del periodismo escrito, y acerca de la desaparición de los periódicos, tal como los conocemos hoy. No estoy seguro de cuándo se publicará el último ejemplar de un periódico impreso, o de un libro impreso. Pero sí estoy seguro de que cualquiera que sea la forma en que el relato de los acontecimientos llegue a los ojos del lector, ese relato dependerá siempre de una mente aguda y creadora que seguirá averiguando en nuestro nombre, con garra ética y con sustancia ética.

En un mundo tan lleno de falacias, donde los villanos son tomados no pocas veces por héroes, a los verdaderos héroes debemos buscarlos en las redacciones. Son los que no se doblegan, ni se dejan aturdir por el poder. Y porque no ceden en su dignidad, ni se alquilan, ni se venden, ni se callan, ni se arredran, construyen a diario ese heroísmo que consiste no sólo en arriesgar la vida, sino en hacer que en la vida de los demás, quienes los leen, se arraigue el sentimiento de compartir la verdad.

La verdad, que según las viejas palabras del Evangelio de San Juan, tiene el poder de la redención, porque siempre que conozcamos la verdad, la verdad nos hará libres.

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