Por Daniel Valencia
La semana pasada la prensa nacional e internacional se ocupó, por más de tres días, de difundir y comentar la actuación del Pibe Valderrama en la cual le vimos insultando y agrediendo verbal y gestualmente al árbitro Oscar Julián Ruiz, por haber pitado un penalti contra el equipo Junior de Barranquilla, lo cual, a juicio del Pibe, era totalmente injusto.
Si son pocas las veces que a los aficionados nos llegan a parecer justas las medidas que los árbitros toman contra nuestros amados equipos, que, por cierto, nos corresponden con tantas frustraciones, qué le va a parecer justa a miembro alguno de un cuerpo técnico, cualquier penalidad que un árbitro aplique contra el equipo en el cual se está jugando su prestigio.
Constantemente estamos viendo a Pimentel o al Pecoso Castro, salir a insultar y a denigrar de los árbitros, por jugadas mal o bien pitadas. Por ejemplo: recuerdo a Eduardo Retat no precisamente por sus jugadas en la cancha cuando fue jugador, como tampoco por algún triunfo destacado en sus épocas de director técnico. Lo recuerdo es por las constantes salidas a las gramillas de los estadios colombianos a insultar los árbitros o por sus airados reclamos desde los micrófonos de la radio deportiva. Así que lo del Pibe, en un comienzo, está dentro de lo suele ocurrir en el fútbol.
No quiero decir, con esto, que apruebo la actitud del Pibe. Al contrario. Por recurrente que esto sea en el fútbol, el Pibe esta vez cruzó la raya de la decencia. Exhibirle un billete a un árbitro, insultarlo hasta el cansancio, y luego desahogarse, furibundamente, en los micrófonos, casi hasta pegarle al periodista que se atrevió a insinuarle si no era posible que se retractara de sus agresiones, es de gamines. “¿Me vas a quitar química?”, le respondió el Pibe al reportero, clavándole una temible mirada, cargada de furia uribista, seguida de un silencio más amenazante que la propia pregunta.
Con esa actitud el Pibe cerró el círculo de ocho días de altanería mafiosa que el país venía presenciando desde el jueves antes de las elecciones del 28 de octubre, cuando el presidente de todos los colombianos salió por la radio y la televisión a insultar y a agredir, veladamente, al candidato del Polo Democrático en Bogotá.
Por lo que más Colombia recordará a Uribe es por habernos acostumbrado a ese triste espectáculo de agresión verbal y de intimidación del contradictor a punta de insultos. Es la misma actitud de los atracadores en la calle que primero reducen su víctima a punta de agresión verbal, hasta dejarla desarmada y perpleja. Así quedaron el árbitro Oscar Julián en el estadio de Barranquilla, el periodista Daniel Coronel en los micrófonos de la FM, hace unas semanas, o Samuel Moreno Rojas, el sábado antes de las elecciones: perplejos ante la actitud de matonería verbal de sus agresores.
Pero lo peor estaba por verse. Si lo del Pibe me dejó un sabor amargo y de decepción, por se el gran jugador que nos brindó tantas alegrías con sus genialidades desde cuando jugaba en el glorioso Deportivo Cali, qué decir de lo que me produjo la actitud de la afición barranquillera en las gradas del Metropolitano, esa amarga noche que padeció el árbitro Oscar Julián Ruiz.
De haber estado los noventa minutos aclamando a su equipo del alma, la afición del Junior pasó a ovacionar y gritar, hasta rabiar, el nombre ¡¡Pibe!! ¡¡Pibe!! ¡¡Pibe!!. De ese espectáculo, que debiera resultar más preocupante que lo del propio Pibe, no se ocupó la prensa. Quedó tan sólo el registro de los noticieros de televisión donde se veía a la afición envalentonada, que igual hace parte de la ciudadanía a la cual sus ídolos políticos o deportivos la vienen acostumbrando a ovacionar y aplaudir el insulto, la agresión, la calumnia, el escupitajo; quien lo haga y por las razones que sea no importan, lo que excita a las masas es que se insulte, se ofenda, y se humille en público.
Esa es la química que el Pibe, rabiosamente, temía que el periodista pudiera quitarle por tan sólo insinuarle si se iba a retractar: que el público deje de aclamarlo por truhán. Es lo mismo que Álvaro Uribe teme perder si llega a recibir pronto al alcalde electo de Bogotá.