Por Mario Morales

Muchas son las deudas que tiene la política con el oficio (que no arte) de la guerra como lo saben desde Sun Tzu, pasando por Michel De Certeau, el pensador francés muerto hace apenas un par de décadas, hasta los actuales asesores del Palacio de Nariño, guardadas las debidas proporciones.
Una de esas deudas es el foquismo, que las guerrillas aplicaron especialmente en la segunda mitad del siglo pasado para golpear sorpresiva y sucesivamente a sus opositores sin ofrecer real confrontación, con los resultados conocidos en Vietnam, Cuba, Angola y toda América Latina, para no citar sino algunos de los casos más conocidos.
El concepto logró pasar al nuevo siglo convertido en herramienta de propaganda política aunque casi siempre fue asociado a movimientos o partidos de oposición, como les consta a hombres en el ejercicio del poder como Silvio Berlusconi y Tony Blair, entre otros.
A nuestro país, esta versión de foquismo llegó pero de manera oficial, patentada por los asesores de Palacio a manera de táctica (término que también tiene origen en la actividad militar), y que desde la perspectiva del filósofo De Certeau se entiende como una acción temporal, que se desarrolla de manera invisible en el campo del otro aprovechando sus fallas ocasionales merced a la astucia y a la cautela.
El resultado es eso que vemos: la agenda de lo público está definida por el mismo gobierno que hábilmente le ha arrebatado la iniciativa de la definición de los asuntos de debate a la oposición y ha trasladado la discusión al campo de sus contradictores, a los cuales interpela ya no sobre asuntos administrativos o de actuación estatal, sino sobre temas sorpresivos, dispares y fugaces “del otro”, que generan climas de opinión que se mimetizan cuando no se canibalizan de manera inadvertida pero sucesiva, como una red invisible.
Tal como sucedía con los ejércitos regulares de hace unos años, el foquismo como táctica es difícil de controlar no sólo porque trastoca el orden y la lógica, sino porque tiene efectos desmoralizantes en el adversario e incide de manera sensible, como en el boxeo, en las tarjetas de los árbitros, especialmente si se llega a una decisión por puntos.

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