Por Mario Morales

Después de las revelaciones hechas por diversos medios colombianos, que comprometen a algunos oficiales colombianos en el presunto exceso de fuerza en la retoma del Palacio de Justicia, hace exactamente veinte años, algunos compatriotas no ha podido dormir bien.
Entre ellos los militares que aparecen implicados, los familiares de los desaparecidos y sacrificados en aquel trágico hecho, y un radioaficionado que por casualidad grabó en ese entonces cuatro casetes con la órdenes del operativo militar, y quien sólo hasta hace unos días decidió darlos a conocer sin saber a ciencia cierta el valor documental y probatorio que contenían.

El suceso tiene ingredientes de realismo mágico: tanto el contenido de los casetes como la historia del radioaficionado, ahora invidente, tiene innegables vetas periodísticas que desafían las prácticas periodísticas en virtud de sus múltiples y subyugantes abordajes. Pero la historia no tiene un desarrollo afortunado. Nuevas informaciones señalan que el hoy anciano radioperador, identificado en las informaciones difundidas con nombre, apellido, rostro y voz, hoy presuntamente está amenazado de muerte.

Por supuesto que los primeros responsables de las amenazas son los autores de las mismas y a ellos les compete la responsabilidad penal a que hubiere lugar. No obstante queda latente la inquietud acerca de si reporteros y medios, pudieron evitar el drama que hoy vive “la fuente” de esa información”. ¿Era necesario identificar la fuente? ¿No había en las grabaciones pruebas sustantivas suficientes para generar la credibilidad en las audiencias? ¿Hubo aprovechamiento de la condición humana actual del radioperador para construir una historia que si bien no era innecesaria si era contraproducente por las afectaciones que podía tener la fuente?
El periodista cuenta con la posibilidad de guardar el secreto de la fuente, de reservar la identidad de quien contribuyó con su información en el proceso informativo. Esa reserva de fuente, consagrada constitucionalmente, debe entenderse no sólo como un DERECHO que tiene el periodista para salvaguardar a la fuente, sino como una OBLIGACIÓN MORAL que nace del pacto, trato o convenio de confidencialidad, expreso o no, que se adquiere cuando un fuente brinda información que puede comprometer su integridad física o la de terceras personas.

Está claro que la reserva de fuente no sólo opera frente a la presión, es decir, cuando existen personas, entidades o autoridades que fuerzan al periodista o medio para que revelen la identidad de la fuente (como en el reciente y sonado caso de la columnista Salud Hernández Mora y un ex magistrado). El periodista debe saber que cuenta con ese principio de discrecionalidad sin tensiones externas. Principio que tiene origen primero en su sentido común, en su reflexión acerca de su quehacer, luego en el código de ética de su medio o gremio y finalmente en el oportuno consejo de editores o directores, para impedir que la información que provea con inocultable valor público afecte los intereses privados de la fuente.

Al repasar la información divulgada por los medios, parece innecesaria la exposición pública de la identidad e imagen del radioperador, cuyo nombre omitimos aquí voluntariamente, sobre todo porque la historia alrededor de su presente no tiene relación directa con la gravedad de las grabaciones magnetofónicas de hace dos décadas. De esa manera, la contundencia de la publicación de esas conversaciones reveladoras no se hubiese afectado si al mencionar el origen de los casetes, se hubiese aclarado que no se revelaba por razones de seguridad, obvias por demás, y que la audiencia hubiese comprendido sin ambages. Se entiende porqué periodistas y medios están hoy en el grupo de los que no han podido dormir tranquilos.

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