Por Mariomorales
Si algo nos une a los latinoamericanos, como nos consta por estos días, incluso más que el idioma, el ambiente festivo y las malas pasiones, es la dignidad.
Hoy esa palabreja sirve para todo merced a su aire camaleónico, su carácter volátil de comodín, su facilidad de mímesis, su versatilidad para el disfraz y la máscara, que le permiten incrustarse, en cualquier parte, y a fe que lo hace con dignidad.
La discusión no es joven. En las antiguas China y Roma la dignidad estaba asociada a la igualdad esencial de todos los hombres. El racionalismo le encargó el papel de limitar el poder del Estado. El humanismo la creyó fundamento de la libertad. Santo Tomás la definió como una bondad que resulta del ser mismo de la cosa. Los esotéricos la entienden como un estado de equilibrio, de disciplina mental, moral y física…
Como se ve, el vocablo tiene hasta aquí, una heráldica noble y unos apellidos distinguidos (como dicen las modelitos trasvestidas de presentadoras cuando hablan de sus propios desfiles). Pero en los últimos tiempos (que parecen serlo de veras), la expresión ha venido a recobrar su valor etimológico que está asociado a la calidad de valioso. Unos más osados la han asumido como condición de grandeza y de excelencia. Y más recientemente algunos, basados en la sicología, la han hecho ver como la necesidad emocional que todos tenemos de reconocimiento público por la autoridad o por el entorno.
Así, esa acepción ha hecho, no se puede negar, que las derrotas menos dolorosas, como lo saben los políticos quemados, los políticos salpicados, los miembros de la clase media, los ahorradores y los hinchas del Santafé y del Deportivo Cali, que desde siempre han aprendido a perder con dignidad.
La expresión ha logrado que los delincuentes no obstante el peso de sus prontuarios y del almidón en sus cuellos blancos puedan levantar la cabeza para pedir la casa o el hospital por cárcel…
Ha permitido que nadie se sonroje con las fortunas milagrosas, con las riquezas repentinas, y que otros (los demás) sobrelleven sus carencias sin esperanza pero con altivez.
Ha equilibrado, como un eufemismo, esas profesiones hasta hace poco impronunciables en público: banquero, pero digno; congresista, pero digno, testaferro, pero digno; justiciero pero digno…
Y hasta ha logrado que quienes confiesan sus errores y pecados (así no estén incursos en la Ley de Justicia y Paz) queden empatados para el escrutinio social: investigado pero digno, destituido pero digno, prófugo pero digno, mentiroso pero digno.
Para colmo, algunos asesores de imagen y de propaganda le han encontrado en la versión 22 del Diccionario de la Real Academia, el uso a la susodicha palabra como de meritorio y de condición superior.
Sirve (como dicen de Carlos Calero y Jorge Alfredo Vargas) para todo. Por eso el día que los encuestadores se preocupen por saber quiénes son los más dignos del planeta, con seguridad encontrarán en esta esquina noroccidental de Suramérica 40 millones de nominaciones. No por nada seguimos siendo los más felices del planeta. Eso también nos diferencia de los otros seres vivos.

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