La imagen de Íngrid Betancourt en el video de las Farc, inmóvil y callada en su cautiverio, es muchas cosas a la vez. Un documento probatorio. El símbolo de una tragedia colectiva. Una obra de arte. Antonio Caballero escribe en Arcadia sobre la última imagen que se conoció de Íngrid Betancourt, secuestrada por las Farc hace seis años

Un documento de índole, digamos, notarial: una “prueba de supervivencia” en el sentido burocrático que le dan a ese término la guerrilla y el gobierno, como simple constancia fidedigna de que una persona todavía no está muerta. Pero también una prueba de supervivencia en el sentido más profundo de que da fe de la dignidad de una vida humana. En la carta que va con el video le escribe Íngrid a su madre que “todo lo que ha sucedido acá es inaceptable”; y me vienen a la memoria unos versos de Czeslaw Milosz:

“La vida era intolerable.
Pero fue tolerada”.

La muerte en vida del secuestro la ha tolerado Íngrid durante seis años, y la foto lo confirma: sigue viva. Pero es inaceptable. Y el hecho de que ella no la ha aceptado, la foto lo demuestra: eso es lo que dice elocuentemente su silencio, eso es lo que subraya su impasibilidad frente a la intromisión de la cámara. De manera que el video de la guerrilla se convierte además en una prueba de cargo contra la propia guerrilla, que con él revela en qué consiste su proclamada “forma superior de lucha”: en mantener durante años a una persona amarrada a un árbol como si fuera un perro. (Por las palabras de uno de los compañeros de infortunio de Íngrid Betancourt sabemos que los carceleros les acaban de quitar, para la foto, la cadena de cuello). El video retrata al mismo tiempo a la fotografiada y sus fotógrafos: la entereza moral de la una y la degradación política de los otros.

Esas imágenes son también un símbolo: la representación alegórica de la tragedia colombiana. Íngrid Betancourt secuestrada, abandonada y sola, personifica a todas las víctimas de esta guerra que vivimos, hombres y mujeres, viejos y niños; los secuestrados y los desaparecidos, los humillados, los ofendidos, los expulsados, los despojados, los desplazados. Es a causa de esa representatividad general que, a riesgo de ofender a los/as doctrinarios/as de la corrección de género, titulo esta nota con las palabras Ecce Homo, “he aquí al hombre”, y no Ecce Mulier, “he aquí a la mujer”, como lo hubiera requerido la adecuación de sexo. Además de rebuscado, el título hubiera sido restrictivo. En cambio es universal la figura del Ecce Homo, el Cristo humillado y azotado exhibido ante el público por Poncio Pilatos, que en el arte de Occidente, de Pisanello y el Bosco a Otto Dix y a Rouault, ha sido tradicionalmente usada para encarnar y compendiar a todos los hombres que padecen a manos de otros hombres. Ecce Íngrid.

Una obra de arte. La luz de ceniza que difumina en una penumbra mate los verdes de la selva y baña de plata a la prisionera perfilando sus rasgos macilentos, apenas piel y huesos. El cuerpo inmóvil, las manos anudadas sobre las rodillas, los brazos delgados como cuerdas, el largo pelo crecido de magdalena en el desierto, el párpado entornado por la melancolía bajo las altas cejas, y la boca cerrada. Una obra de arte involuntaria
por parte de su autor material, el esbirro de las Farc que maneja la cámara; arte bruto, habría que llamar a eso: arte sin conciencia. Y arte consciente por parte de la protagonista. Una obra de arte firmada por la voluntad de Íngrid Betancourt.

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