Allí, junto al Pripiat, afluente del Dnieper, había nacido Chain Weizmann, quien en 1949 sería el primer presidente de Israel, y Golda Meir, en 1969, la primera Ministra del nuevo Estado. Por Minerva Salado. Allí también nació, el 4 de marzo de ese 1932, Ryszard Kapuscinski, Pinsk estuvo ocupada por los nazis desde 1941 a 1944. Polonia albergaba la mayor parte de las comunidades judías de la Europa Oriental.
Integraba a unos tres millones de personas y, dentro del país, Bielorrusia mostraba la composición más alta de hebreos.
Los nazis se comportaron allí con máxima crueldad y una vez sometido el territorio penetraron las fronteras soviéticas por la ciudad limítrofe de Brest, a pocos kilómetros de Pinsk. Este fue el panorama que vivió Kapuscinski de los nueve a los doce años de edad.
La presencia nazi en su ciudad natal venía a añadir los despiadados elementos del odio y la persecución a los padecimientos ancestrales de la región. Pinsk era un sitio tocado por el dolor, en el cual regía una intensa mezcla de identidades, sumergido siempre en litigios territoriales, cuando no enfrentamientos.
Por tanto, al empezar a ejercer como corresponsal en los países del entonces llamado Tercer Mundo, las imágenes de la guerra y del odio, como ha dejado dicho, no le fueron ajenas. Tampoco las de la pobreza, el olvido, el abandono. Tenía 26 años y había egresado de la carrera de Historia en la Universidad de Varsovia cuando se decidió por el periodismo, aunque no dejó de ser historiador. Creía que todo periodista es un historiador, “investigar, explorar, describir la historia en su desarrollo” es su tarea.
No obstante, el instrumental básico con que enfrentó su ejercicio de diarista provenía de la propia experiencia de vida; luego, en el avatar del trabajo internacional, perfeccionó las dos herramientas con que había llegado a la profesión y que, juntas, constituyen su más esencial legado: el anonimato y la lejanía del poder.
MEMORIA Y LIBRETA DE NOTAS
Kapuscinski poseía una intuición especial, una pupila poco común pero muy entrenada, para observar la realidad. Preguntar era confirmar lo que ya de algún modo sabía; escuchar era abrir puertas a la información real. Oír lo que se comentaba en el bar o en el café mientras leía las noticias del día o bebía una cerveza y luego salir a indagar como un curioso más entre la gente, sin grabadoras que lo identificaran, solo con una furtiva libreta de notas y, desde luego, su memoria.
Memoria que era capaz de atrapar ambientes, momentos, circunstancias, que después refería en las crónicas y reportajes que poblaban, primero, las páginas de los diarios del mundo y, luego, sus libros. La libreta de notas era solo un auxiliar que, con un fragmento de diálogo o una simple palabra, podría reproducir más tarde en el soliloquio del cuarto de hotel toda una entrevista.
Porque Kapuscinski nunca pudo sustituir el diálogo humano por ese género periodístico que describen los manuales como entrevista. Sus reglas eran otras y entre ellas la fluidez, la ausencia de un cuestionario previamente elaborado y mucho menos leído ante el entrevistado, que él sustituía, eso sí, por el conocimiento del tema y la exposición abierta al contacto humano, siempre imprevisible, que manejaba como un misterio en el influjo de la conversación.
De este modo el periodista se convirtió en un instrumento preparado, engrasado, listo para entrar en acción en cualquier momento y circunstancia. Tenía, no obstante, requerimientos que actuaron siempre como dispositivos de comunicación propios, a fin de allegarse la información: conocer varias lenguas, ser un ávido lector capaz de obtener lo necesario de forma rápida y en situaciones poco comunes; ejercitar la habilidad para dialogar con personas de diferentes culturas, creencias, costumbres, o lo que es lo mismo: prestar atención a los otros.
Pocas veces se juntan en una sola persona las cualidades que aportó Kapuscinski a la ética y a la práctica del periodismo: inteligencia, talento, honestidad, valentía, sensibilidad humana. Le tocó ejercer en una sociedad plena de limitaciones para ofrecer la información, algo que describió en Los cinco sentidos del periodista, donde refiere las habilidades que desarrollan los más avezados para evadir de algún modo la censura: “Los que trabajamos en el sistema sabíamos más o menos cómo escribir en ese ambiente”, dice; sin embargo, considera que el peor efecto de la coacción sobre la información es la autocensura, y en tal sentido su diagnóstico se vuelve dramático: “Abandonar la pelea diaria por encontrar un camino de expresión implicaba una situación sicológica de resignación ante la adversidad que vivíamos”.
A la experiencia polaca, Kapuscinski sumó el contacto con órganos internacionales de información de varios países y gran prestigio, lo cual le hizo ver el fenómeno de la censura como algo inherente a la propia existencia de los medios, asunto que definió así: “Mientras más grandes sean el periódico, el canal de televisión y la estación de radio, mayor será la censura. En estos terrenos juegan otros intereses antes que la verdad. Y en ese juego no hay una respuesta buena. Hay que luchar y negociar, porque no hay otra solución que hacer los mejores compromisos que podamos para nuestra misión profesional”.
A partir de tal convicción, construyó herramientas que le permitieron esquivar la censura y de algún modo alcanzar la verdad. La más importante entre ellas, tal vez la única imprescindible, fue mantenerse lejos del poder, no recibir de él los beneficios que en cualquier sistema este ofrece a los periodistas, en especial aquellos que los acercan a puestos de dirección, colmados de prebendas.
Solo así, lección de Kapuscinski, es posible conservar las manos libres y, de hecho, limpias.
de Israel, y Golda Meir, en 1969, la primera Ministra del nuevo Estado.
Allí también nació, el 4 de marzo de ese 1932, Ryszard Kapuscinski, Pinsk estuvo ocupada por los nazis desde 1941 a 1944. Polonia albergaba la mayor parte de las comunidades judías de la Europa Oriental, que integraba a unos tres millones de personas y, dentro del país, Bielorrusia mostraba la composición más alta de hebreos. Los nazis se comportaron allí con máxima crueldad y una vez sometido el territorio penetraron las fronteras soviéticas por la ciudad limítrofe de Brest, a pocos kilómetros de Pinsk. Este fue el panorama que vivió Kapuscinski de los nueve a los doce años de edad.
La presencia nazi en su ciudad natal venía a añadir los despiadados elementos del odio y la persecución a los padecimientos ancestrales de la región. Pinsk era un sitio tocado por el dolor, en el cual regía una intensa mezcla de identidades, sumergido siempre en litigios territoriales, cuando no enfrentamientos.
Por tanto, al empezar a ejercer como corresponsal en los países del entonces llamado Tercer Mundo, las imágenes de la guerra y del odio, como ha dejado dicho, no le fueron ajenas. Tampoco las de la pobreza, el olvido, el abandono. Tenía 26 años y había egresado de la carrera de Historia en la Universidad de Varsovia cuando se decidió por el periodismo, aunque no dejó de ser historiador. Creía que todo periodista es un historiador, “investigar, explorar, describir la historia en su desarrollo” es su tarea.
No obstante, el instrumental básico con que enfrentó su ejercicio de diarista provenía de la propia experiencia de vida; luego, en el avatar del trabajo internacional, perfeccionó las dos herramientas con que había llegado a la profesión y que, juntas, constituyen su más esencial legado: el anonimato y la lejanía del poder.
MEMORIA Y LIBRETA DE NOTAS
Kapuscinski poseía una intuición especial, una pupila poco común pero muy entrenada, para observar la realidad. Preguntar era confirmar lo que ya de algún modo sabía; escuchar era abrir puertas a la información real. Oír lo que se comentaba en el bar o en el café mientras leía las noticias del día o bebía una cerveza y luego salir a indagar como un curioso más entre la gente, sin grabadoras que lo identificaran, solo con una furtiva libreta de notas y, desde luego, su memoria.
Memoria que era capaz de atrapar ambientes, momentos, circunstancias, que después refería en las crónicas y reportajes que poblaban, primero, las páginas de los diarios del mundo y, luego, sus libros. La libreta de notas era solo un auxiliar que, con un fragmento de diálogo o una simple palabra, podría reproducir más tarde en el soliloquio del cuarto de hotel toda una entrevista.
Porque Kapuscinski nunca pudo sustituir el diálogo humano por ese género periodístico que describen los manuales como entrevista. Sus reglas eran otras y entre ellas la fluidez, la ausencia de un cuestionario previamente elaborado y mucho menos leído ante el entrevistado, que él sustituía, eso sí, por el conocimiento del tema y la exposición abierta al contacto humano, siempre imprevisible, que manejaba como un misterio en el influjo de la conversación.
De este modo el periodista se convirtió en un instrumento preparado, engrasado, listo para entrar en acción en cualquier momento y circunstancia. Tenía, no obstante, requerimientos que actuaron siempre como dispositivos de comunicación propios, a fin de allegarse la información: conocer varias lenguas, ser un ávido lector capaz de obtener lo necesario de forma rápida y en situaciones poco comunes; ejercitar la habilidad para dialogar con personas de diferentes culturas, creencias, costumbres, o lo que es lo mismo: prestar atención a los otros.
Pocas veces se juntan en una sola persona las cualidades que aportó Kapuscinski a la ética y a la práctica del periodismo: inteligencia, talento, honestidad, valentía, sensibilidad humana. Le tocó ejercer en una sociedad plena de limitaciones para ofrecer la información, algo que describió en Los cinco sentidos del periodista, donde refiere las habilidades que desarrollan los más avezados para evadir de algún modo la censura: “Los que trabajamos en el sistema sabíamos más o menos cómo escribir en ese ambiente”, dice; sin embargo, considera que el peor efecto de la coacción sobre la información es la autocensura, y en tal sentido su diagnóstico se vuelve dramático: “Abandonar la pelea diaria por encontrar un camino de expresión implicaba una situación sicológica de resignación ante la adversidad que vivíamos”.
A la experiencia polaca, Kapuscinski sumó el contacto con órganos internacionales de información de varios países y gran prestigio, lo cual le hizo ver el fenómeno de la censura como algo inherente a la propia existencia de los medios, asunto que definió así: “Mientras más grandes sean el periódico, el canal de televisión y la estación de radio, mayor será la censura. En estos terrenos juegan otros intereses antes que la verdad. Y en ese juego no hay una respuesta buena. Hay que luchar y negociar, porque no hay otra solución que hacer los mejores compromisos que podamos para nuestra misión profesional”.
A partir de tal convicción, construyó herramientas que le permitieron esquivar la censura y de algún modo alcanzar la verdad. La más importante entre ellas, tal vez la única imprescindible, fue mantenerse lejos del poder, no recibir de él los beneficios que en cualquier sistema este ofrece a los periodistas, en especial aquellos que los acercan a puestos de dirección, colmados de prebendas.
Solo así, lección de Kapuscinski, es posible conservar las manos libres y, de hecho, limpias.