Por mariomorales
Hay por lo menos dos clases de colombianos, si nos atenemos a la forma de ver la vida, aunque no falta quien les eche la culpa a los genes. Unos que creen con Borges que declararse hijo de esta tierra es cuestión de fe. Y otros que han leído y vivido toda clase de ficciones y que consideran que serlo es cuestión de duda.
Los primeros se formaron con las noticias allende nuestras fronteras que los instalaron en el realismo mágico. Los segundos son hijos putativos de las desilusiones fraguadas entre amores incestuosos al cabo de la constitución del 91 y de los diálogos de paz, ocho años después, en San Vicente del Caguán.
Aquellos son optimistas a morir, saben tocar a rebato las campanas, tienen la creencia del carbonero. Estos, sin quererlo, en cambio nacieron con la tara del escepticismo, del goce frustrado, del agüero castrante de que no hay felicidad completa.
Entre unos y otros se debate el país del 2008. Para unos, el movimientismo, el marchismo y el militarismo que arrinconó a la guerrilla son suficientes motivos para celebrar. Después de las convocatorias del 4-F y del 6-M, y del concierto en la frontera colombo-venezolana, dicen (tal vez creyendo en la fuerza de la palabra) que la paz está a la vuelta de la esquina.
Los otros (más cautos o más amargados, depende de quién los mire) aducen que los armados ilegales sólo saben de marchas forzadas y de movimientos de tropas y de conciertos a ritmo de cilindros bomba y de motosierras, y que las euforias ciudadanas son los síntomas del mismo coro, ya relatado y repetido sin cesar.
Los optimistas echaron voladores (cuando todavía estaba permitido) a la salida del Congresito con la firma de la nueva constitución y bailaron, en Los Pozos, en plena zona de distensión, con parejas de camuflaje al ritmo pegajoso de Marbelle e Iván y sus Bam Bam.
Los escépticos suspiran cuando recuerdan los artículos desechados hace 17 años y la silla vacía en los frustrados diálogos cerca de San Vicente del Caguán, como síntomas del libreto de siempre, de lo que pudo haber sido y no fue.
Los más optimistas ignoran los signos de los tiempos, no creen en las profecías de una recesión, ni en las previsiones de las enormes y dilatadas dificultades que tiene combatir unas guerrillas y unos grupos paramilitares atomizados y desmandados.
Los escépticos creen, por lo mismo dicho antes, que dura más (como en todas las películas de acción y de terror) el desenlace que el resto del guión.
Los optimistas pensarán que con unas cuantas marchas se ablandarán los corazones y se doblegarán las voluntades.
Los escépticos argüirán que no es la población la que necesita ser convencida, víctima como ha sido de la guerra y de sus estertores durante estos últimos 45 años, y que para darle al blanco de la paz hay que apuntarle a la justicia social.
Unos y otros (y los demás que se sientan a verlos pasar o a dudar) saben, no obstante, que no es la primera vez que la sociedad se une, protesta, marcha, canta o se viste de blanco; que las movilizaciones sociales no son invento del siglo veintiuno (aunque sí su narrativa audiovisual); que no es la primera vez que la posibilidad de paz se acaricia como una posibilidad y que se hace ver como algo cercano o inminente; que no es la primera vez que la efervescencia habla y la emoción obnubila.
Unos y otros temen que luego de esas dos grandes desilusiones de la década pasada, debamos olvidarnos de la fe borgiana y de la duda cartesiana y nos toque asumir nuestra realidad macondiana, resumida en ese texto que el incipiente escritor que era García Márquez (pleno de dudas y de creencias) tituló La Tercera Resignación («…Pero estará ya tan resignado a morir, que acaso muera de resignación…»).
Y temen porque, como dirían los escépticos, este país no aguanta otra más. O quizás sí, replicarían los demás.