Por Daniel Samper Pizano
Un sacerdote atiende en el confesionario a un hombre que le informa que ha cometido un robo. Un cirujano socorre a una víctima que le dice haber participado en un duelo donde mató a su rival.
Un abogado recibe a un sujeto que le pide defenderlo de una acusación por violación, pero confiesa ha incurrido en este delito en otras ocasiones. Un hijo revela a su madre que cometió un atraco. Un periodista atiende a una parlamentaria que reconoce haber participado en un cohecho y solicita que la noticia solo se divulgue cuando ella así lo indique.
¿Qué deben hacer el sacerdote, el médico, el abogado, la madre, el periodista? Si corren a denunciar a sus interlocutores, habrá cinco delincuentes menos en la calle. Pero quedará quebrantada la confianza de los ciudadanos en determinadas actividades que permiten alivio espiritual, atención a la salud, auxilio jurídico y divulgación de informaciones.
Siglos de civilización condujeron al convencimiento social de que la denuncia de delitos es deber cívico; pero que, al mismo tiempo, resulta indispensable mantener pequeñas burbujas de secretos legales. Solo así es posible garantizar ciertos derechos elementales -el debido proceso-, defender valores humanos básicos -los nexos próximos de sangre-, respetar la órbita religiosa y avalar el acceso del periodista a sus fuentes.
Para que estas tareas se cumplan correctamente es preciso pactar una órbita de reservas protegidas. Así lo reconoce el artículo 74 de la Constitución de Colombia al establecer que «el secreto profesional es inviolable». Ni siquiera cuando un abogado o un periodista se descuelgan de un caso o una fuente, cesa su deber de mantener silencio sobre lo que conocieron por su trabajo.
Parece insólito que un jurista diplomado, como el presidente Álvaro Uribe Vélez, desconozca los claros fundamentos del secreto profesional y pida a la Fiscalía que se investigue al periodista Daniel Coronell por el posible delito de no denunciar el cohecho que le confesó Yidis Medina. Recordemos que Yidis está presa por haber aceptado beneficios del Gobierno para cambiar su voto de parlamentaria y allanar la reforma constitucional que permitió reelegir al Presidente. Así lo contó a Coronell en una cinta que, de común acuerdo, solo divulgó el periodista cuando se cumplieron determinadas condiciones. Literalmente, que no le concedieron a Yidis algunas prebendas ofrecidas.
Si se acusa a Coronell de encubridor, también hay que hacerlo con todos los sacerdotes, médicos y abogados que por su oficio conozcan la comisión de un delito. De rebajarlo a la calidad de reo, la Fiscalía dinamitaría la base democrática del periodismo como mecanismo de vigilancia del poder. Sin secreto profesional no existiría Watergate, ni en Colombia se habría desarrollado un sólido periodismo de investigación, que ha destapado muchas ollas podridas.
Lo peor es que el episodio de Coronell es solo parte de la caótica orquestación que ha montado el Gobierno contra quienes considera sus enemigos: a los periodistas disidentes y los magistrados de la Corte se agregan ahora la Fiscalía y el ex presidente César Gaviria. La rueda de prensa del lunes resultó bochornosa, y más ante el delegado de la Corte Penal Internacional; como bochornoso fue que el Ministro de Justicia, Fabio Valencia Cossio, pidiera al Fiscal una ayudita para su hermano, acusado de servir a un ‘para-narco’.
No juzgo escandaloso que un Gobierno oiga a personajes poco recomendables si lo hace para combatir el crimen; pero conviene que estos encuentros tengan normas claras y estén avisadas las autoridades de control. Faltó esto último en la reunión de dos altos funcionarios con los enviados del temible ‘don Berna’. Lo inexcusable es la arremetida oficial contra los magistrados -que algunos responden al mismo nivel- y los efectos de esta guerra en la vida institucional del país.
El camino hacia el tercer periodo de Uribe se desvía peligrosamente por el atajo del autoritarismo.
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