Evitar la justicia en Colombia parece ser todo un arte. Trátese de la justicia ordinaria, la penal, la moral o la del sencillo derecho de gentes.
Son tantos los aportes e innovaciones con el sello inconfundible de nuestra malicia indígena, que bien valdría la pena dejar la actividad por fuera de las últimas rondas del TLC.
Lo acaba de demostrar Jaime Glottman que tejió en el exilio el manto del olvido con paciencia de Penélope hasta la prescripción de sus deudas públicas.
Claro que la modalidad ya había sido puesta en práctica con otros matices por gentes de apellido Puyo o de apellido Soto Prieto. Pero para evitar la justicia cada uno tiene su propio estilo. Unos hablan duro desde la poca santa fe de Ralito, otros se autodeclaran perseguidos políticos como si ésta fuera la villa de Álvaro Leyva. Otros, cuya mención sería grosera por obvia, fabrican las leyes para hundir leyes que clamaban justicia. Hay quienes optan por hacerse el
cambio extremo hasta el punto que hoy son irreconocibles. Algunos, en cambio, prefieren declararse cínicamente muertos. Mención especial merecen quienes para obviar los juicios humanos acuden a la amnesia pública impostando oposiciones o fungiendo de adalides del contrapoder para reaparecer en medio de la pesadilla convertidos en embajadores de aquello que decían combatir.
Para colmo, en medio de las millonarias indemnizaciones, demandas, resarcimientos y reivindicaciones por servicios públicos prestados a la patria que pronto pediràn, les saldremos a deber. Y no habrá nada que hacer porque se valdràn de la justicia que nosotros no podremos evitar. Que por lo menos nos cojan confesad

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