(Enviado por Oscar Domínguez)
REPORTAJE: 04 Diccionario de la guerra

Donde el ‘panga’ cae con facilidad Añadir a Mi carpeta

Palestina, Angola, Afganistán, Irlanda del Norte, Irak, Birmania. Jon Lee Anderson sigue su particular recorrido por las guerras que ha cubierto informativamente a lo largo de más de 40 años. En su personal diccionario traza las pequeñas semblanzas de algunas de las gentes que conoció en su carrera profesional: desde los profesores del colegio al que asistió Sadam Husein hasta un mercenario japonés de 30 años que se jactaba de matar sólo a oficiales birmanos.
JON LEE ANDERSON
GUERRA
En la guerra, la muerte se convierte en un medio para alcanzar un fin, y la gente que mata desarrolla toda una serie de justificaciones para ello. La historia, la cultura, las condiciones del campo de batalla, los objetivos políticos, la conducta del enemigo; todos son factores que influyen en los conflictos. Durante un periodo concreto, estas influencias pueden ser inmutables, pero con el tiempo se suelen volver fluidas y flexibles. Las guerras, como la gente que las libra, se transforman. Pero, sea cual sea su rumbo, si al final no pueden cambiarse por negociaciones, se convierten en duelos por la vida. Cuando se convierte en un medio para sostener la vida, la guerra se convierte en un acto de supervivencia.

H

– HOGAR
Abu Hani vivía en una casa de piedra caliza que había construido su abuelo en la época otomana, mucho antes de que se fundara Israel y cuando su pueblo, Burqueen, producía el mejor aceite de oliva del mundo. Abu Hani tenía una serie de olivos antiguos en su tierra, y me los enseñó lleno de orgullo. Los llamaban «los romanos», porque ésa era la época en la que se habían plantado.

Me di cuenta de que en la fachada de la casa de Abu Hani había unas equis amarillas pintadas con spray. Me dijo que había recibido, hacía poco, la visita de un equipo de demolición del Ejército israelí, que puso las equis para marcar en qué lugares colocar las cargas de dinamita.

Era un procedimiento legal burocrático, me explicó: en el plazo de un par de meses, el equipo volvería y haría volar la casa. A uno de sus hijos le habían detenido por arrojar piedras contra los soldados israelíes. Por eso, de acuerdo con la ley -un vestigio del Mandato Británico en los libros israelíes-, había que volar su casa. Además, ya habían informado a Abu Hani de que su familia no tenía derecho a reconstruir la casa después. Esto ocurría en 1991.

Un año después, Abu Hani me escribió para contarme que su familia y él se encontraban bien y todo el mundo tenía buena salud. Eso sí, el equipo de demolición había ido, según lo previsto, y ahora estaba viviendo con su mujer y sus hijos en una tienda de campaña, junto a los escombros de su vieja casa.

– HUSEIN
SADAM

En la ciudad natal de Sadam, Tikrit, me llevaron a conocer a Numan Abdul Ghani Ruhayem, un hombre de 85 años que había sido profesor de inglés de Sadam en quinto curso. La casa de Ghani Ruhayem domina una curva poblada de juncos del Tigris, donde pude contar otros tres palacios más. Al profesor debían de haberle dicho que se acicalara para mi visita, y me recibió vestido con una túnica de muselina ribeteada en oro, sobre una dish-dash recién planchada y un pañuelo sujeto con un cordón negro. Sadam, me dijo Ghani Ruhayem, había sido uno de sus mejores alumnos, un chico «muy orgulloso», interesado por la historia. «A Sadam le gustaba un poema egipcio sobre el valor de los soldados sirios en combate contra los franceses», recordó. «Recuerdo que siempre hablaba del poema, un poema que propugna la unidad árabe y da fuerza a los guerreros en la batalla. Ya a esa edad estaba claramente predestinado para ser un dirigente».

Nuestra siguiente parada fue la escuela secundaria para chicos de Tikrit. El director salió con aire decidido cuando mis acompañantes le ordenaron que me trajera el libro de calificaciones de Sadam. Volvió a los pocos minutos, con aire azorado, y me entregó el libro, que estaba forrado con un plástico. Vi que, en el año académico 1953-1954, su primer curso en la escuela intermedia, había tenido una media de aprobado. Su nota más alta, un 90 sobre 100, era en historia, seguida de deportes (85), ciencias y geometría (74 en cada una). Había tenido notas más bajas en dibujo (70) y árabe (69). Sus peores calificaciones eran en matemáticas (66) y, a pesar de lo que me había dicho su viejo profesor, en inglés y geografía, con un mediocre 65 en cada una. «Se le daba muy bien la historia», destacó lealmente uno de los escoltas. Todos asintieron.

I

– INJUSTICIA
En la capital de Angola, Luanda, viven hoy cuatro millones y medio de personas, 10 veces más que en 1975, cuando Angola obtuvo su independencia. La mayoría de los nuevos habitantes de la ciudad son antiguos campesinos que viven en miserables bloques de cemento. Se ha construido muy poco desde mitad de los setenta, y la mayor parte de lo que quedó cuando se fueron los portugueses no ha tenido reparaciones ni se ha mantenido.

Ya no hay trenes que vayan desde la cabecera situada en el puerto hacia el interior o a lo largo de la costa. Las viviendas de los empleados ferroviarios, que flanquean las viejas vías en filas ordenadas y tienen un aspecto europeo incongruente, con sus tejados rojos de pico y sus chimeneas que imitan a las del Algarve, son ahora viviendas sociales, sucias y adornadas con cuerdas de tender la ropa. Unas columnas de humo negro ascienden de los montones de basura ardiendo. Aquí y allí, como cangrejos renqueantes que caminaran sobre sus rodillas, se ve a hombres con las piernas consumidas, o sin piernas, que se arrastran con ayuda de sus puños envueltos en trapos.

La ciudad se encuentra en un estado perpetuo de excreción en medio de la indiferencia. Los hombres defecan a plena luz del día, al borde del camino, de cuclillas entre los montones de basura. Por todas partes hay filtraciones de aguas residuales que fluyen directamente de los edificios a la calle, donde forman grandes charcos de color verde negruzco. Se van pudriendo como un fango inmóvil en los hoyos que salpican los laberintos de chabolas grises. El aroma peculiar de Luanda, sin duda, es el hedor de la mierda.

Hay dos edificios nuevos en Luanda. Uno es la sede de Chevron, en la Rúa Karlos Marx, y el otro es las oficinas de DeBeers, el monopolio internacional de diamantes. Angola es un país muy rico, sobre todo en diamantes y petróleo. En los escasos semáforos que todavía funcionan en el centro, se reúnen grupos de heridos de guerra sin piernas ni brazos, mutilados, para mendigar entre los coches como masas de cangrejos, mientras que los oficiales del ejército recorren la ciudad en BMW nuevos de color negro y con las ventanas oscurecidas. En Luanda, la buena vida existe para unas cuantas personas, pero cuesta dinero: en el restaurante playero propiedad de la hija del presidente, el Copacabana, las hamburguesas cuestan 20 dólares.

J

– JUSTICIA
Los republicanos irlandeses de Irlanda del Norte se encargan habitualmente de impartir justicia revolucionaria contra los pequeños delincuentes en sus barrios. Un «miembro del servicio en activo» del Ejército Irlandés de Liberación Nacional, una escisión radical del IRA, me explicó el sistema. Me dijo, por ejemplo, que la costumbre del «tiro en las rodillas» era una especie de servicio comunitario que proporcionaban los militantes que luchaban por la independencia irlandesa.

«Tiene que verse que actuamos en defensa de la comunidad», explicó. «Como no tenemos nuestras propias prisiones, no podemos encarcelar a los delincuentes y encerrarlos dos años. Pero si le pones a alguien un arma en la parte posterior de la rodilla y le vuelas la rótula, pasará dos o tres días con enorme dolor físico. Andará incómodo y cojeando durante un mes, hasta que se adapte a su nueva rótula de plástico, y luego estará como nuevo. Con suerte, habrá aprendido la lección. Ahora bien, en algunas ocasiones, eso no basta para que la gente aprenda, y entonces hay que pensar en otros castigos más serios. No podemos permitir que los matones dicten la vida de las personas en nuestra zona sólo porque las fuerzas de seguridad no están dispuestas a intervenir por miedo a que les tendamos una emboscada».

K

– KANDAHAR
Después de varias semanas de intensos bombardeos norteamericanos en 2001, los talibanes acuartelados en Kandahar, más que rendirse, dejaron de pelear. Los jefes desaparecieron, pero la mayoría de los militantes de base se limitaron a volver a sus casas. El nuevo líder afgano, Hamid Karzai, prometió no perseguir a los antiguos talibanes que hubieran abandonado la lucha, y cumplió su palabra. Pocas semanas después de la caída de Kandahar, en diciembre de 2001, la ciudad estaba oficialmente libre de talibanes, pero su atmósfera no hablaba en absoluto de reconciliación, y seguía habiendo numerosos vestigios de su presencia.

Las calles, caóticas, estaban llenas de hombres de aspecto talibán, con turbantes blancos o negros y grandes barbas pobladas. Circulaban en camionetas Toyota y era verdaderamente imposible saber a qué habían pertenecido. Varios vendedores exhibían en sus puestos «Super Bolas Osama Bin Laden», dulces de coco fabricados en Pakistán y envasados en cajas de color rosa y morado y cubiertas con imágenes de Bin Laden rodeado de carros de combate, misiles de crucero y cazas. Todas las señales callejeras y los carteles comerciales que habían tenido formas humanas o animales -imágenes prohibidas, según la estricta interpretación de los talibanes- seguían tapados con pintura.

Vi el cartel de un gimnasio que habían pintado cuidadosamente de negro, pero en el que la silueta dejaba ver que antes mostraba a un hombre musculoso de los de antes. Frente al palacio del gobernador, en el que tenía su despacho privado el mulá Muhammad Omar, había una señal callejera en la que figuraba un burro tirando de un carro, pero el burro estaba prudentemente oculto bajo un brochazo de pintura marrón. Y en el bazar de la ciudad, en todos los productos de belleza y cuidado del cabello -como jabón, champú o perfume-, que, como todos los artículos de ese tipo, tenían etiquetas en las que aparecían la piel limpia o el pelo radiante de mujeres, hombres o bebés, los rostros estaban borrados con Magic Marker, que los fanáticos talibanes del antiguo Ministerio de Vicio y Virtud empleaban a voluntad.

En Kandahar, las mujeres todavía eran invisibles en público, completamente escondidas bajo sus burkas de pies a cabeza, con sólo una pequeña rejilla rectangular a la altura de los ojos para que pudieran ver por dónde iban. La imagen de Kandahar era la de una ciudad habitada exclusivamente por hombres y salpicada de esas otras criaturas sin rostro que iban tropezando y parecían claramente fantasmas penitenciales.

M

– MACHETES
Los machetes, o como se conocen en gran parte de

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