Por: Mario Morales
Son muestra de esa tendencia autodestructiva que solemos exhibir los colombianos. Síntomas de nuestra precaria autoestima. Esa enfermedad que resalta en nuestro cuadro clínico, Adriana Córdoba, la inteligente y muy centrada esposa de Antanas Mockus. (Publica El Espectador)
Que todavía uno de cada tres colombianos se crea el cuento rosa del dúo Uribe-Santos y que no tengamos más remedio que la reelección de la pareja Bolillo-Maturana en la selección de fútbol, demuestran que los colombianos somos únicos: no sólo cabemos en la amplia categoría humana de los que tropiezan dos veces con la misma piedra, sino que hacemos méritos para ingresar al exclusivo club de los que tropiezan tres y más veces.
Creer que Santos podría hacer algo distinto a ser heredero, es decir, a esperar en la fila los derechos de sucesión, es contradecir su formación familiar: él no nació para dar sino para recibir, para esperar el testamento, bastante disminuido, de sus antecesores.
Su imagen es la expresión determinista del pasado, anclada y, sobre todo en las clases populares, paradójica: que unos nacieron para el poder y otros para obedecer. Que más vale malo conocido… etc.
Como en el fútbol. De la fijación, con matices de consuelo, del empate 4 a 4 con la ex URSS en 1962, pasamos y nos congelamos en el “toque-toque” inane e improductivo de hace 12 años. Tuvieron su cuarto de hora, pero de nada sirve la pobre hoja de vida reciente de los entrenadores. Lo que pasa en el uribismo, allá en el fondo creen que, aparte de ellos, no hay nadie más.
Unos y otros representan toda una época del país: gritos, polarización, confrontación, personalización, roscas, vitrina y “de aquello nada”. Los psicólogos encontrarán allí todos los síntomas de la baja autovaloración: escaso nivel de autoconsciencia, vampirismo emocional, represión y esa angustia perenne de dejar de decir lo que se siente por miedo al rechazo de los demás.
Sí, nos queremos poco y no somos conscientes de ello a pesar de los continuos tropezones y con las mismas piedras. Deberíamos ser los campeones de salto alto, con lo bajita que ponemos la vara. Pero ni eso. ¡Qué piedra!