Por: Mario Morales
Es como un ritual. Apartan los ojos del periódico, la TV o de esta cruda realidad y, con un brazo sobre nuestro hombro, dicen con aire sentencioso: Ustedes son afortunados.¡Están asistiendo al nacimiento de un país! Luego se van, satisfechos de haber cumplido el mandamiento de dar consuelo al desdichado. (Publica El Espectador)
La frasecita repetida, a modo de leitmotiv, se la escuché la semana pasada a un colega francés, que vino armado de cuanta cámara a ver si ya habíamos roto fuente; y a un experto en vinos que alcanzó a decir, con entonado acento, que “Venir a Colombia es como ver nacer a una estrella”. Y antes, muchas veces, se la oí a otros periodistas como Juan Luis Cebrián y a ensayistas, cineastas y antropólogos, con obvias variantes.
Confieso que al comienzo me entusiasmaron y, a la manera de Kafka, con una mano apartaba los fragmentos de esta realidad dolorosa, y con la otra trataba de registrar el alumbramiento antes de que llegaran los historiadores.
Pero la repetición incansable de hechos absurdos acaba por minar cualquier optimismo, a la vez que entrega un diagnóstico grave de la criatura. No hablan bien de nuestro futuro los genes que hacen posible, sólo en estos días, que un cura sea el asesino de su esposa e hija, como pasó en Risaralda; que haya tres masacres y 19 homicidios en la semana del desarme en Medellín, cuando comienza el Festival Internacional de Poesía; que gritemos que ésta es una democracia robusta aún sin conocer la lista completa del Congreso por dudas de legalidad en varias de sus curules; que la capital esté paralizada por la pésima política de movilidad y por lo escandaloso de las prácticas corruptas de los carteles de la contratación; o que no haya guerra pero no paremos de combatir…
A punto de cumplir 200 años, seguimos en las mismas, encarnando todas las violencias, repitiendo todas las bajas pasiones, cada semana.
No más. No más manuales de perfectos optimistas, no más prácticas de autoestima mediática, no más complejo extremo de Peter Pan; que nos dejen crecer y mirarnos como adultos y curarnos como adultos, en vez de justificar todas nuestras desdichas con el cuentico de que éste es el parto más largo de la historia.