Por: Mario Morales
Sí, sí tenemos relatos de Nación. Espejos rotos que nos ayudan a vernos como somos, qué ocultamos y cómo queremos ser narrados. Que no los celebremos, o que lo hagamos de manera solapada, encubierta o vergonzante, es otra cosa.
(Publica El Espectador)
No serán los relatos épicos que repiten hasta el cansancio otras culturas. Valga como ejemplo la historia conocida que subyace en Argo, la película de las siete nominaciones y los tres premios Óscar, entre ellos el de mejor película y mejor guión adaptado, y que narra la liberación de seis estadounidenses, rehenes de revolucionarios islámicos en 1979.
Hagamos abstracción del debate documentalista y de la ira santa que despertó en Irán, escenario del suceso. Se trata, sin restar mérito a una gran película, de la misma línea argumental de tantas otras producciones como Apocalypse Now o Armagedón, para mencionar dos conocidas. Un héroe anónimo que a la misión de padre de familia antepone el mandato de una nación protectora que no abandona a sus ciudadanos dondequiera que se encuentren. Un sueño nacional que se refuerza, se reitera, se comparte y se celebra. Bien por ellos.
Tal vez nuestros relatos no tengan esa grandiosidad, pero son nuestros, así queramos negarlos. No es casualidad que ahora en el prime televisivo, pero también en cine y literatura, sean abundantes las narrativas de la emigración, es decir, del no-país, y del bandidaje variopinto hasta la actual sicaresca. Y todas con el pretexto, real por demás, de una nación desigual donde escasean oportunidades.
No, no es coincidencia ni simple aprovechamiento de temáticas vendedoras. Es una paradoja que nuestro relato de nación se construya sobre la negación de lo que somos y de querer ser otros, al precio que sea. Pruebas de ello son la profusión de esas historias basadas en hechos reales y los cerca de 12 millones de colombianos que se sientan a verse… y que pretenden no darse cuenta.