Sergio Ramírez *
La transformación tecnológica hace correr el tiempo tan de prisa, que ya nada puede asombrarnos. Un escritor futurista tan aventurado como George Orwell, que al final de los años cuarenta del siglo pasado consideraba el año 1984 una fecha demasiado lejana, nos parece hoy envejecido en sus fantasías como los discos de larga duración que resultan hoy piezas de museo, lo mismo que los viejos teléfonos.
En una película de Spielberg, Minority Report (Sentencia Previa), basada en el cuento futurista de Philip K. Dick, el año de los prodigios es el de 2054. Para entonces, «la tecnología podrá ver a través de las paredes, de los techos. Podrá penetrar en el santuario de nuestras familias», afirma el mismo Spielberg. No olvidemos entretanto que el inolvidable personaje de El diablo cojuelo de Luis Vélez de Guevara, en 1641, tenía el poder de levantar los techos de las casas de Madrid a la medianoche para ver qué es lo que estaba ocurriendo dentro de ellas. Desde su atalaya en la torre de San Salvador, el cojuelo le dice al estudiante don Cleofás: «Advierte que quiero empezar a enseñarte distintamente, en este teatro donde tantas figuras representan, las más notables, en cuya variedad está su hermosura…».
La novela 1984 de Orwell, en lugar de un diablo travieso capaz de levantar los techos, pintó en colores más sombríos la amenaza universal de un gran ojo vigilante, el ojo del Big Brother capaz de mantenerse abierto sin parpadear nunca para espiarnos. Es lo mismo que hace en sus dominios el dueño de la fábrica en Tiempos Modernos de Chaplin: vigilar a los asustados obreros cuando van al baño, desde una inmensa pantalla.
De acuerdo a las conclusiones de un equipo de especialista del Instituto Tecnológico de Massachussets, que Spielberg reunió para oír su consejo antes de la filmación de Minority Report, la privacidad, tal como hoy la entendemos, habrá desaparecido, pues, gracias a la tecnología, El diablo cojuelo podrá levantar todos los techos, y el gran ojo podrá penetrar todos los resquicios.
Pero hay algo más en esa película por lo que quiero regresar al tema de la desaparición de los periódicos. En una de sus escenas, lo que los pasajeros leen en el metro, o en el autobús, son periódicos electrónicos compuestos de hojas de material flexible del tamaño de un tabloide, donde las noticias, ilustradas con videos más que con fotografías, cambian a medida que se producen. El lector tiene entonces siempre en sus manos un periódico que no envejece nunca.
El último periódico impreso se ha dejado de publicar en alguna parte del mundo hace ya tiempo. El viejo papel ha desaparecido, su tersa textura, el ruido familiar que produce cuando pasamos sus páginas, lo mismo que el olor de la tinta. La imagen de un ejemplar descuadernado que arrastra el viento por una calle solitaria. La página del periódico de ayer en que el carnicero envuelve el pedazo de hígado que Leopoldo Bloom, el héroe de la novela Ulises de Joyce, compra para desayunar.
Tu amor es un periódico de ayer
que nadie más procura ya leer,
sensacional cuando salió en la madrugada
y a mediodía ya noticia confirmada
y en la tarde materia olvidada…
dice la canción de Héctor Laboe.
Si ya no leeremos los periódicos de papel, debemos entonces advertir que se trata también de un cambio en los conceptos filosóficos que tiene que ver con la materia misma, que se gasta, envejece y desaparece, o se recicla, y con el sentido que tiene la palabra copia, nuestra copia del diario se tratará de un periódico que podrá apagarse, y lo que tendremos en la mano será un receptor flexible conectado de manera inalámbrica a un gran cerebro distante.
Pertenezco a la generación de la mitad del siglo XX, y creo que como ninguna otra esa generación pudo atestiguar cambios centelleantes y diversos, muchos de ellos simultáneos, creados por la aceleración de la tecnología. De niño conocí el telégrafo en clave Morse, el teléfono de magneto con manivela y el radio de tubos con antena aérea, y los periódicos de provincia se componían todavía con tipos móviles escogidos a gran velocidad por las cajistas en los chibaletes, y se imprimían en prensas manuales de rueda con manubrio, como esas de los grabados de las novelas de Balzac.
Y en las décadas siguientes, he ido pasando de la máquina de escribir eléctrica a la computadora, de la humilde Kodak Instamatic a la cámara digital, del avión de hélice al avión de reacción, de las cartas aéreas a los mensajes por correo electrónico. ¿Por qué habría de extrañarme entonces que en unas pocas décadas más los periódicos sean de cuarzo flexible, o de una materia parecida, y las noticias cambien frente a nuestros ojos?
Todo esto podrá parecer banal, pero deberíamos recordar que en el siglo XIX un solo invento, o quizás dos a lo sumo, marcaban a toda una generación. En la espléndida novela Orlando de Virginia Wolf, el ferrocarril que atraviesa con ímpetu trepidante las praderas de Inglaterra es el invento crucial, como para la generación anterior lo había sido la máquina de vapor, y para la siguiente lo seria el cable submarino.
Una edición dominical del New York Times consume en papel el equivalente a doscientas hectáreas de bosque, pese al nacimiento de la industria del papel reciclado libre de ácidos, por lo que quizás la inminente desaparición de los medios de comunicación impresos ayudará en algo a restablecer el equilibrio de la biosfera, en riesgo tan grave. Algo se gana.
Pero la revolución tecnológica que hoy aparece apenas en su infancia asombrará dentro de pocos lustros por lo primitivo de sus instrumentos, como no ocurre hoy con las películas mudas en las que es posible advertir cómo se mueven los telones de los escenarios ante un soplo de aire, o con las venerables máquinas de teletipo que traqueteaban día y noche en las redacciones dejando serpentear en el suelo las tiras con los despachos cablegráficos.
Pero frente a esta perspectiva, lo más inquietante no es la materia de que estarán hecha los periódicos, ni la forma en que las noticias llegarán a nosotros, sino cómo estará definido en términos éticos y de sustancia el universo de la información. Desde luego que cualquiera que sea el mundo en que vivamos, siempre dependeremos de la necesidad de saber lo que ocurre. Nadie ha previsto, por el momento, un mundo de seres solitarios, que no tengan que comunicarse entre sí.
Hoy, en algún lugar de una aldea global, deberíamos hablar más bien de una red de aldeas interconectadas de manera instantánea y simultánea por los satélites que proveen todas las formas posibles de comunicación, para informarse, recrearse y divertirse, comprar y vender, realizar transacciones financieras, pagar las cuentas domésticas, leer novelas, escuchar música, ver cine, apostar, aprender. Esta posibilidad crea ghettos culturales cuyas comunidades selectas son capaces de identificarse entre sí, sin mediar distancias, por el hecho de compartir posibilidades tecnológicas, y los valores y formas de cultura que de allí se derivan, no importa que alguien viva en Singapur, en San Juan, en la Ciudad de México, o en Nueva York.
Y de acuerdo con la conclusión de Robert Kaplan, estos ghettos, al organizarse como vecindarios aislados, con pares lejanos en otras partes del mundo, van distanciándose, colocados tras murallas y sistemas de vigilancia, de quienes en los mismos países no tienen acceso a la tecnología, ni a las condiciones de información y bienestar que deparan tanto la riqueza como la tecnología. La integración depara la segregación.
Y la calidad de la información comienza ya a cambiar de naturaleza dentro y fuera de los ghettos, porque introduce factores que dependen de la revolución tecnológica, tales como la velocidad, la simultaneidad, la saturación, y la provisionalidad.
Hoy en día los acontecimientos entran en los hogares al mismo tiempo en que se producen, a través de las cadenas de televisión, de la radio y de los portales de Internet, y es posible, como nunca antes, conocer la misma noticia en todas partes del globo al mismo tiempo, para gente de la misma o distintas culturas. Esto supondría una democratización global de las posibilidades de informarse; pero semejante democratización se convierte en un espejismo repetido si nos atenemos a los contenidos reales de las informaciones, cuya sustancia tiende a deteriorarse.
Por otro lado, un acontecimiento en Karachi se conoce en Managua de manera mucho más veloz que otro producido en Bluefields, en la costa del caribe de Nicaragua, por ejemplo, donde no existe la posibilidad de enlazar una señal digital con los satélites. Este dato nos mostraría que la velocidad y la simultaneidad tienen, en muchas ocasiones, poco que ver con los escenarios nacionales de los países más pobres, que siguen fragmentados como consecuencia del atraso.
De esta manera, el atraso continúa teniendo que ver con el pasado, y atraso y pasado vienen a ser dos conceptos en estrecha unión, hoy más que nunca. En la medida que la tecnología de las comunicaciones está de por medio, el concepto de pasado se evapora, y al mismo tiempo se acelera. Un hecho que es conocido de manera simultánea al momento de producirse, deja atrás el sentido tradicional de «hecho pasado». Durante la época colonial, las noticias de que un rey había muerto en España, o había enloquecido, llegaban a América cuando todavía se celebraban las fiesta de su coronación. Ése es el sentido de pasado que hoy no existe.
Pero al mismo tiempo, precisamente por la simultaneidad entre hecho y noticia, gracias a la velocidad, los hechos, y al mismo tiempo las noticias, tienden a envejecer rápidamente, en la medida en que otros acontecimientos nuevos, también simultáneos a la noticia, vienen a archivarlos, alejándolos de la actualidad, que es el presente. Y el presente se convierte en una materia precaria, y provisional, que deja muy poco espacio para la reflexión histórica o filosófica.
Ya sabemos que los hechos muy señalados, y de gran dramatismo, se presentan bajo un formato de saturación, día tras día, y ese formato es el mismo de las colosales superproducciones de cine, con fanfarrias y títulos de Hollywood como la «Tormenta del Desierto», «La princesa que quería vivir», o «Estados Unidos bajo ataque». Pero eso no aleja a la noticia de la provisionalidad, ni de su rápido proceso de envejecimiento. Y la provisionalidad viene a significar la superficialidad. La información es más volátil que nunca, y no está diseñada para quedarse en las mentes, sino para desaparecer y ser olvidada.
Los sucesos que son vistos como superproducciones se olvidan de la misma manera que una película espectacular que no es capaz de afectar la historia, y por tanto, tampoco mi propia historia, ni la de mi entorno personal. De alguna manera, la información pasa a tener una sustancia ficticia, porque ocurre en un espacio que, aunque real, no es tangible.
También está de por medio la extensión del uso del periodismo electrónico como factor de homogeneización de la información, que responde cada vez más a parámetros uniformes y previsibles, y que tienen que ver siempre con la velocidad y la simultaneidad. El periodismo informativo tiende a presentar notas cada vez más breves y múltiples en la televisión y en los portales de Internet, hasta cuatro cintillos a la vez en la pantalla, además de la noticia que lee el presentador. Mientras tanto, aun en Estados Unidos y en Europa, los programas analíticos tienden a perder espacio, a menos que se trate de los que conducen las viejas estrellas de los talk-shows, que cada vez se banalizan más.
También es probable que muy pronto pueda hablarse de un periodismo «robotizado», en lo que se refiere a los despachos uniformes de las agencias mundiales de prensa, bajo un formato que dependerá cada vez más de previsiones electrónicas, y aún de selecciones de lenguaje. Los escuetos despachos de prensa dependen de un número limitado de palabras, entre más simples mejor, porque se parte del principio de no crear complicaciones a los consumidores; y ésta es una tarea que estará en las capacidades de un programa debidamente alimentado, como hay ya programas capaces de preparar un reporte burocrático, o manejar el formato de una prueba académica.
El reto para el periodismo creativo y analítico se vuelve así más serio, y debe saber abrirse paso hacia la masa seducida por la información prefabricada, el «fast food» informativo. Será necesario pelear el espacio de los reportajes, las crónicas y las entrevistas que sean capaces de desafiar el gris de las reglas de «economía intelectual» y «lenguaje limitado». Uno de los principios que rige el fenómeno de la globalización informativa es aquel mismo que animó al liberalismo económico a inicios del siglo XIX, y que sirvió para crear toda una filosofía social: «cada individuo cuida su parte, y el todo se cuida solo».
Cada vez más la televisión de señal abierta dependerá de los programas enlatados, y la televisión por cable se irá por el rumbo de las especializaciones. Y el fenómeno de la canalización, seguirá alcanzando no sólo los programas de entretenimiento, como en el caso del «Big Brother», que es, por aparte, un fenómeno que tiene que ver con los radicales cambios de concepto del nuevo milenio en cuanto a la privacidad; sino que afectará también la forma y el contenido en la presentación de las noticias, que tendrá un carácter cada vez más efímero. Noticias para olvidarse de inmediato, sin poder analítico, ni crítico. Esta dispersión hará que la memoria de la historia que marca el acontecer cotidiano corra el riesgo de disolverse sin remedio.
La desnacionalización creciente de los medios de comunicación es otro asunto clave. El Internet y la televisión, y la radio por Internet, bajan de los satélites y entran en los hogares sin intermediarios nacionales, lo que significa una revisión de los viejos conceptos de soberanía cultural, y aun de política. En la prensa local escrita abundan también ahora los cuadernillos que reproducen las ediciones de Time o Wall Street Journal, para consumo doméstico, traducidos al español, con lo que se trata también de un periodismo enlatado, como no pocas veces ocurre en la radio.
La falta de intermediación significa, antes que nada, un paso directo al gris homogéneo. Las formas y estilos de consumo que se ofrecen, las películas clase B, los conciertos de música pop y los clips musicales y aún el acento y los giros anglospanish con que los presentadores transmiten las noticias y conducen los talk-shows y los programas de concursos de los centros generadores de las cadenas en Estados Unidos, pasan a consagrarse como arquetípicos de un nuevo lenguaje degradado.
No quiero oponer a estos raseros un concepto de aislamiento provinciano, que es de por sí, y por contraparte, empobrecedor en términos culturales. Pero lo que tenemos de frente no es un fenómeno de multiplicación y enriquecimiento basado en la universalidad de la cultura. Es el resultado de una política de marketing que parte de la filosofía de la ganancia, subordina la cultura y elimina cualquier aspiración de diversidad. Una nueva especie de revolución cultural a la China, donde la aspiración del Estado era la uniformidad gris en la forma de vestir de todos los ciudadanos. Ahora es el mercado global el que quiere que comamos exactamente lo mismo, y nos vistamos de igual manera, y veamos y oigamos todo de igual manera.
Quizás sería bueno advertir algo obvio. Y es que cuando hablamos de parámetros globales de cultura, en relación con su poder homogeneizador, estos parámetros no son el resultado de una mezcla previa que luego produce una síntesis, sino del atractivo imperio de los estilos y gustos culturales que provienen de Estados Unidos, como centro de irradiación cultural. Se trata de una fascinación global por lo «americano», que ha sido el resultado de un largo proceso de acumulación, al menos desde la segunda guerra mundial en Europa, y desde mucho antes en América Latina. Y todo lo que pretende ser globalizado, en términos de consumo, tiene que pasar primero por el filtro de lo «americano», así como para la élite de la sociedad rusa del siglo XIX este filtro era lo francés.
La globalización digital es un fenómeno del avance de la civilización, y que seguirá progresando con independencia de los usos que reciba desde los centros de poder. Alguien podría alegar que poder y revolución digital son asuntos consustanciales, y por tanto indisolubles, pero me parece que sería simplificar demasiado el asunto.
En esta parte del mundo en que nos toca vivir, nosotros tenemos, además de los retos globales, nuestros propios retos en el campo informativo. El primero de ellos, afirmar un periodismo creativo y analítico, sustento esencial de la democracia, que debe abrirse paso hacia la masa seducida por la información prefabricada, el «fast food» informativo, para pelear el espacio de los reportajes, las crónicas y las entrevistas que desafían el gris de la globalización, y pueden ayudar a desentrañar las anormalidades sociales y políticas de nuestros países.
La historia pública, lo que yo llamo la Historia con mayúscula, se vuelve singular entre nosotros por su anormalidad, y teñida de esa anormalidad entra por naturaleza en las aguas del periodismo, pero entra también en las de la narración literaria. Paradójicamente, la Historia pública es atractiva para quienes la narran por anormal, y por sorpresiva y sorprendente, lo que implica al mismo tiempo que no existe un reposo equilibrado de las instituciones, ni el dominio superior de las leyes, ni el funcionamiento neutral de la justicia, y que nuestras sociedades siguen siendo perseguidas por los fantasmas sin quietud del caudillismo autoritario que desafía desde su tumba abierta a la democracia.
Si la Historia pública nos asalta con dramatismo desde las páginas de las novelas, y del periodismo, es porque la sociedad se sitúa en determinados momentos frente a fenómenos y luchas de poder que son capaces de arrastrar a las personas, quiéranlo éstas o no, bajo la sombra de la guerra o de la represión, disolver familias, crear viudas y huérfanos, fusilamientos, prisiones, desapariciones, exilios; y lo mismo puede decirse de terremotos, pestes, hambrunas, crisis económicas, desempleo masivo, emigraciones forzosas, capaces de dislocar también las vidas privadas.
Para escritores y periodistas, la Historia pública domina el discurso narrativo, y se sitúa por encima de las historias con minúsculas, las historias privadas. Entre nosotros, no es posible reservar para la novela un sector de intimidad, que quiere decir relato de las vidas privadas, sin que la Historia pública no aparezca con sus colores dominantes, no sólo como telón de fondo, sino como un escenario vivo que se interrelaciona con los escenarios privados. Hasta las historias de alcoba hay que contarlas sabiendo que la ventana puede teñirse de pronto con los colores de un incendio porque algo grave está ocurriendo en la calle.
La convivencia estrecha entre narración literaria y narración periodística, al compartir los mismos temas, no está llegando a su fin, ni mucho menos. Y, otra vez, la paradoja. La riqueza misma de los acontecimientos vivifica el relato periodístico y el relato literario. No estoy seguro de cuándo se publicará el último ejemplar de un periódico impreso, o de un libro impreso, y quisiera que esa fecha se retardara lo más posible, o no llegara nunca. Pero sí estoy seguro de que cualquiera que sea la forma en que el relato de acontecimientos reales, o ficticios, llegue a los ojos del lector, ese relato dependerá siempre de una mente aguda y creadora que seguirá averiguando en nuestro nombre, o inventando en nuestro nombre.
¿Cuáles son los temas inevitables de las novelas y de los reportajes periodísticos en esta primera década del siglo XXI, que tienen que ver con la Historia pública? Podemos ensayar la lista de algunos de ellos:
EI narcotráfico, como factor de poder, capaz de alterar la convivencia social, enfrentar, corromper, y por tanto, trastocar las vidas privadas, como ocurre en Paraguay, Bolivia, Colombia y México; y el poder disolvente de las guerras del narcotráfico, capaces de marginar al estado y crear feudos territoriales dominados por fuerzas antagónicas, como en el caso de Colombia.
La corrupción en las esferas públicas, como factor de alteración de la moral social, la aparición de fortunas escandalosas, la ineficacia de la justicia para enfrentar a los corruptos, y la impunidad que frustra a los ciudadanos, que de la frustración pasan al cinismo, y el daño que la desmoralización frente a los fraudes causa a todo el tejido social.
EI derrumbe de la clase media frente a las medidas monetarias de ajuste y la falta de proyectos económicos viables que repongan a aquellos que en el pasado parecieron ser eficaces, y que crearon una memoria de bienestar y seguridad; y las alteraciones múltiples que ese derrumbe, visto como catástrofe, provoca en las vidas privadas: cambios radicales de condiciones de vida y de ocupaciones, desempleo, indigencia, frustración, migraciones, exilios.
Las consecuencias sociales del deterioro ambiental y la contaminación, vistos también como catástrofes, envenenamiento de los ríos, deforestación masiva, uso de pesticidas prohibidos que causan enfermedades incurables, y por tanto, las consecuencias sobre las vidas de millones de personas.
La pobreza extrema, que al abrir nuevos abismos de miseria, abre a la vez nuevas zonas de conflicto social, y crea degradaciones que parecían imposibles, nuevos pobres más pobres que los otros pobres, para los que las favelas se vuelven un privilegio o sólo encuentran refugio bajo los puentes; o la situación de riesgo de los niños de la calle, asesinados por pistoleros.
El poder contrastante de la globalización, vista como fenómeno cultural y económico, que a la vez que desmantela las formas tradicionales de producción, y exalta el mercado, provoca migraciones masivas, nuevas formas de servidumbre en el trabajo, como las maquilas textiles, y el abandono de la agricultura tradicional, y crea a la vez los «ghettos de punta» amurallados.
Las migraciones masivas clandestinas hacia Estados Unidos, como fenómeno social, no sólo desde México, sino desde muchos países de Sudamérica, y de Centroamérica.
Los efectos de la globalización en cuanto a los viejos conceptos decimonónicos de soberanía, en los que todavía creemos pero empiezan a disolverse (jurisdicciones internacionales, libre tráfico de mercancías), y los sistemas mediáticos supranacionales que bajan directamente de los satélites a los hogares.
No son todos los temas, por supuesto, pero ni la escritura de realidades inmediatas, ni la escritura de imaginación, podrán escaparse a ellos, porque como fenómenos públicos, de trascendencia social, afectarán las vidas privadas. Y el relato de las vidas privadas seguirá ligado a los efectos de poder de la Historia pública tal como ahora es capaz de presentarse, no solamente como en el pasado, a través de guerrillas, golpes de Estado, asonadas, levantamientos, dictaduras militares, enclaves bananeros y mineros, masacres de indígenas, desapariciones masivas, secuestro de recién nacidos arrancados del vientre de sus madres, sino de acuerdo a la nueva anormalidad de los tiempos.
Desgraciadamente, las transiciones democráticas en paz, los gobiernos honestos, los estados de bienestar ciudadano, el pleno empleo, no producen ni grandes reportajes, ni grandes novelas en el ámbito de la Historia pública, así como tampoco los matrimonios bien avenidos, los amores satisfechos, y el desprendimiento y la bondad, en el ámbito de la historia privada. La narración, en uno y en otro campo, se alimenta del conflicto.
Al fin y al cabo, en las novelas y en los reportajes, escribimos sobre los seres humanos y sobre su condición en la sociedad. Y cuando lo hacemos, como novelistas o como periodistas, no debemos perder de vista que detrás de nosotros, o delante de nosotros, debemos alimentar siempre un sedimento ético que dé sentido a nuestro oficio, que lo haga trascender. Ese sedimento ético se parece muchas veces a la esperanza. La esperanza de que las cosas no pueden seguir siendo como actualmente son, y que al describir los males que nos agobian, y penetrar en ellos, es porque queremos que desaparezcan, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos «progreso».
La literatura y el periodismo habrán de colocarse entre nosotros bajo las alas del ángel de la historia, mientras querramos hablar de lo extraordinario. Las ruinas que se acumulan hacia atrás, en el pasado, nos servirán siempre para contar historias que asombren. Y junto con el ángel de la historia, ¡remos arrastrados de espaldas hacia el futuro, que será siempre lo desconocido, lo sorprendente, lo ignorado. Lo que siempre hemos llamado destino, en nuestras obsesiones y en nuestras vidas.
——————————————————————————–
* Sergio Ramírez nació en Masatepe, Nicaragua, en 1942. Fundó la revista Ventana en 1960 y encabezó con Fernando Gordillo el movimiento literario del mismo nombre. En 1963 publicó su primer libro, Cuentos. Se graduó de abogado en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua, León, en 1964. En 1977 encabezó el Grupo de los Doce, formado por intelectuales, empresarios, sacerdotes y dirigentes civiles, en respaldo del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) En 1979, integró la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional. Fue electo vicepresidente en 1984. En 1990 recibió la Orden Carlos Fonseca Amador, máxima condecoración del FSLN, y en 1991 fue electo miembro de la Dirección Nacional de ese partido. Desde la Asamblea Nacional promovió la reforma a la Constitución Política de 1987, para darle un contenido más democrático. En 1995 fundó el Movimiento de Renovación Sandinista (MRS) del que fue candidato presidencial en las elecciones de 1996. Desde entonces se ha retirado definitivamente de la vida política. Ha preparado y prologado una antología de escritores de todo el mundo sobre la década de la revolución sandinista, Había una vez…, que Alfaguara publicará en 2005. Colabora como columnista en un extenso número de publicaciones internacionales. Esta es su ponencia en el III Encuentro Internacional de la Radio, celebrado en la Ciudad de México del 4 al 6 de mayo del 2005, organizado por Radio Nederland y la Red Nacional de Radiodifusoras y Televisoras Educativas y Culturales, de México. © Radio Nederland Wereldomroep, all rights reserved.