Claro, los niños. Los más dolorosamente maltratados. Uno cada hora en este país de m… altrecheses desde siempre, aunque sólo hasta ahora por fin en evidencia.
38.000 cada año. Una epidemia tan grave por lo obvio de su brutalidad, como por la simiente que planta y que después a la hora de los mameyes, no vamos a querer reconocer como parte de nuestra proverbial inhumanidad.
Es la moira, como solían decir los griegos, el ciego destino. El
determinismo que nos guía, o debería decir, que nos venda los ojos. Un círculo inexorable que hará de las víctimas, victimarios al menor pretexto, en un entorno donde los pretextos se ofrecen a precio de ocasión.
En medio de su inocencia, la mitad de los dos millares de niños que nacen en un día como hoy comprenderá lejanamente lo que es la miseria y el hambre. Uno de cada diez tendrá que aprender a cabalgar y a caminar y a huir y a temer porque será bautizado con el apellido de los desplazados. Doce morirán violentamente sin entender exactamente porqué sus congéneres, sus parientes y las balas perdidas se encargan de aniquilarlos.
En vez de caricias 30 de los niños que nacen hoy serán abusados
sexualmente, dos ignoran que tendrán por techo el firmamento y por cama la calle. Uno de ellos será secuestrado y otro no sabrá que su vida y su futuro los comprarán en el extranjero por dos millones de pesos. Treinta estarán condenados al analfabetismo, doscientos de los bebés que hoy verán la luz, llorarán por anticipado, porque intuyen que tendrán que aprender a hablar y a caminar al mismo tiempo que a trabajar. Todo ello mientras crecen y les llega su turno en la cadena que se repite sin cesar y
que expone mejor que cualquier tratado nuestro ADN, la idiosincrasia que nos explica mientras caminamos sin remedio a cumplir la condena predestinada y que profetizó el escritor William Faulkner, cuando dijo que un país que mata a sus niños no merece sobrevivir.