«Si estuviera viva se metería debajo de una cama»: Gabo
Jaime de la Hoz Simanca *
Luisa Santiaga Márquez. (Archivo particular)Jaime García Márquez, el sexto de los once hijos de Gabriel Eligio y Luisa Santiaga, llamó a su hermano Gabo a México para decirle que el homenaje a la madre estaba listo y que se llevaría a cabo en Barrancas, el 25 de julio de 2006 a partir de las 7:30 de la mañana, con una misa inicial en la iglesia San José, una especie de templo centenario ubicado en la mitad del antiguo pueblo. Gabriel García Márquez ya había tenido conocimiento del homenaje por boca de Félix Carrillo Hinojosa, compositor y gestor cultural de Barrancas, quien lo había abordado en el marco del Hay Festival que se realizó a finales del mes de enero en Cartagena y al que asistió como invitado especial –permanecería varias semanas en la Ciudad Heroica- el Premio Nobel de literatura.
Ahora faltaban pocos días para que Barrancas se engalanara con el recuerdo de la matrona insigne y era necesario que el primogénito conociera que en ese pueblo de leyendas ocultas estarían los García Márquez con gran parte de sus hijos y nietos, todos contentos y felices por mirar las huellas imborrables de Luisa Santiaga Márquez. Gabito –como le dicen desde sus primeros años de nacido- escuchó a Jaime detenidamente y luego de saber que una de las condiciones puestas para el homenaje era no convertir aquello en un espectáculo, dijo: «Sí, porque si estuviera viva se metería debajo de una cama». No dijo más.
En realidad, Gabo lo ha dicho todo sobre su madre, en todos los escenarios posibles, y en miles de entrevistas que una a una ha concedido con generosidad luego que la luz de la gloria descendiera sobre su cabeza en aquel lejano 1967, caminando con Mercedes Barcha, entre vítores, por el corredor tapizado de un teatro en Buenos Aires, tal como lo describió ese mismo año su gran amigo, el reputado autor de Santa Evita, Tomás Eloy Martínez. Desde entonces, la referencia a Luisa Santiaga ha sido una constante en él, y tema de los primeros capítulos de los textos biográficos.
Lo dijo, en últimas, en Vivir para contarla, las exquisitas memorias publicadas hace cuatro años que se abren con el recuerdo vivo de su mamá pidiéndole en Barranquilla, más allá de las mesas donde se exhibían los textos de la librería Mundo y con la risa de siempre, que la acompañara a Aracataca para vender la casa. En los dos primeros capítulos del libro son visibles y determinantes las remembranzas de esta mujer que nació el 5 de julio de 1905 en Barrancas, Guajira, y que dentro de pocos minutos será homenajeada en medio de la presencia de gran parte de la tribu que se vino en un microbús expreso desde Cartagena, recogió más familiares en Barranquilla, los aumentó en Santa Marta y terminó juntándolos a casi todos en Riohacha, de donde partieron rumbo al Gran Hotel Iparú, ubicado en la plaza principal de Barrancas. Gabo, en ciudad de México, quedaría a la espera del informe pormenorizado que su hermano Jaime habría de entregarle días después del conmovedor acto.
Barrancas, un pueblo del sur de la Guajira surgido a partir de núcleos de indígenas atraídos por la proximidad del río Ranchería que, según el historiador y médico José Domingo Solano, por algunas épocas del año facilitaba el comercio entre Barrancas y Riohacha, pasó a convertirse en un punto geográfico de atención y estudio para algunos críticos e investigadores de la obra del Premio Nobel colombiano. Mucho más, cuando se comienza a armar, de manera rigurosa y puntual, el rompecabezas de Cien Años de Soledad y de El amor en los tiempos del cólera, dos de sus más grandes novelas que contienen parte de los demonios históricos originados en aquel municipio guajiro con más de 350 años de existencia.
El homenaje, pues, no podía tener un escenario distinto a este pueblo de pocas leyendas cuyos habitantes ignoraban en su mayoría que de sus entrañas había nacido Luisa Santiaga Márquez, la mamá de un famoso escritor que en 1982 sería galardonado con el Premio Nobel de literatura, máxima distinción que se otorga a los hombres que han trascendido con sus fábulas las fronteras de la geografía universal. En este mismo pueblo había estado Gabriel García Márquez en los tiempos remotos en que el escritor en ciernes buscaba con desesperación los rastros de su origen y los retazos de historia de sus antepasados más inmediatos. Allí había estado también, en el ejercicio de su profesión de ingeniero, Jaime García Márquez, quien de todos los hermanos constituye la más viva estampa del escritor laureado: un tono y acento de voz similar al del creador de Macondo, el mismo rostro pétreo del Nobel al momento de contar sus historias y hoy, a pocos metros de la iglesia, de blanco hasta los pies vestido, tal como Gabo en la ceremonia fastuosa y multicolor organizada por la Academia Sueca y en presencia de su Majestad el Rey.
En verdad, Jaime pareciera ahora el Gabo menor de la familia. No escribe –que se sepa-, pero es indudable su ascendencia sobre el resto del clan. Apareció del otro lado del parque, caminando a paso lento junto a Aida, Ligia y Rita, las tres hermanas que al lado de él conformaban el cuarteto de los Gabo. También, al lado de ellos, el médico psiquiatra Patricio García Caro, primo de los García Márquez, pero considerado como otro hermano desde los tiempos lejanos en que Luisa Santiaga decidió adoptarlo como un hijo más. Patricio –“el loquero de la familia”- asistió médicamente a Luisa Santiaga en sus últimos lustros de vida.
Un poco más atrás se veían señores y señoras radiantes con cara de Gabo –algún rasgo, una línea sutil en el rostro, la misma caída de nariz, una verruga frustrada- que venían con sus mejores galas rumbo a la iglesia donde se le haría el gran homenaje. A los lados, y más atrás aún, jóvenes de distintas edades, Gabitos agazapados por cuyas venas también corre la sangre de la matrona Luisa, una mujer que 101 años después de su nacimiento convocaba a gran parte de su prole en el mismo lugar donde vivió los primeros tres años de su vida.
Barrancas de mis amores
El más grande recuerdo de Barrancas es, junto al nacimiento de Luisa Santiaga –la madre del Nobel, el otro yo de Úrsula Iguarán-, un episodio sangriento que estiraría y dispersaría múltiples destinos hasta el punto que, en el torbellino incesante de trashumancias, caminos errantes y traslados apresurados, desembocó en el nacimiento de un hombre que, cincuenta y nueve años después de aquel episodio, comenzó a flotar en la dulzura de una gloria eterna gracias a la publicación de Cien Años de Soledad, la novela mítica por la que especialmente, según el poeta Arthur Lundkvist, miembro de la Academia Sueca de Letras, recibiría el Premio Nobel. (1).
El hecho ocurrió el 19 de octubre de 1908 en uno de los descampados de Barrancas. Fue un duelo, una especie de muerte anunciada que sería revivida en muchas de las creaciones literarias del hijo del telegrafista. Sin embargo, frente a los pormenores de aquella desgracia existen múltiples versiones y hoy es sólo una circunstancia trágica con pocos detalles, pues la bruma de los años ha venido ensombreciendo la gran verdad.
El oferente del homenaje a Luisa Santiaga, Ricardo Márquez Iguarán, primo de Gabo, ignoró el hecho en el texto que leyó en la iglesia San José de Barrancas. Pero al caer la tarde, en el comedor del hotel Iparú, donde se alojó la tribu, Ricardo contó que Nicolás Márquez Mejía, abuelo de Gabo y riohachero nacido en 1864 –casado con otra riohachera: Tranquilina Iguarán Cotes- había matado a Medardo Pacheco Romero, aguijoneado por su madre Medarda, quien estaba padeciendo las desdichas de un estigma público. “Medarda era non sancta y Nicolás Márquez era veloz en algunas situaciones”, expresó Ricardo de manera jocosa. Además, señaló que en una ocasión Tranquilina Iguarán, en complicidad con el cura del pueblo, hizo tocar las campanas a rebato en los instantes en que su marido Nicolás realizaba una de sus tantas y extrañas visitas a la inquieta Medarda. Tal circunstancia sería el comienzo de una rencilla entre Nicolás y Medardo, quien iniciaría una serie de acosos y de ofensas sin final que culminarían en dos balazos históricos que, por obra y gracia de la metáfora y la magia, se transformarían en la lanza con la que José Arcadio Buendía atravesó la garganta de Prudencio Aguilar en Cien Años de Soledad dando inicio, así, según el escritor mexicano Carlos Fuentes, a una de las más grandes epopeyas de la ficción en hispanoamérica. (2).
Ricardo Márquez hace el relato como si hubiera sucedido ayer. O, tal vez, como si él hubiera sido testigo de aquel desafío fatal. Y cualquiera diría que este mismo Ricardo frecuentó a Tranquilina o que la asistió en sus momentos agónicos por allá a mediados de la década del cuarenta del siglo pasado. En el relato lo acompaña Patricio, conocedor de las historias más inverosímiles de los Márquez Iguarán.
Jaime, más reservado frente a las leyendas, pero el más conversador de todos, prefiere prolongar al Gabo auténtico con anécdotas que evocan sus tiempos de constructor e ingeniero insobornable. Aida, la ex monja, Ligia y Rita García Márquez, por su parte, se dedican a intercambiar fotografías entre sí, sin ahorrar comentarios ni recuerdos tiernos.
“Medarda, se llamaba”, repite Ricardo. Y el episodio regresa a la mesa del hotel mientras afuera una tenue brisa sopla intermitentemente y los estudiantes de bachillerato siguen desfilando por los distintos salones de la Casa de Cultura “José Agustín Solano Carrillo”, cuyas paredes están tapizadas con pendones donde aparece Luisa Santiaga, con su rostro angelical, acompañada con frases de Gabo, demoledoras y elípticas, de las tantas que surcan las páginas de Vivir para contarla.
Se llamaba Medarda, en efecto -como coinciden todos- y tal como se registra en El viaje a la semilla, el texto biográfico del escritor Dasso Saldívar cuyo comienzo habla de Barrancas, de los Márquez Hernández que llegaron de España, del pacífico joyero Nicolás Márquez, del duelo de éste con Medardo Pacheco y del éxodo interminable de los Márquez. (3).
Hoy, sólo los mayores y los más ilustrados de Barrancas hablan de la tragedia. Pero, siempre con la referencia a Gabo, pues el hecho se engrandece hasta los límites del mito en tanto que el hijo del telegrafista, muchos lustros después, funda otro mito, más trascendental e indeclinable: Macondo.
Estos jóvenes imberbes que dan vuelta ahora alrededor de las imágenes de Luisa Santiaga ignoran que caminando varios minutos en línea recta hacia el norte y doblando luego a la izquierda, enfrente, en esa especie de callejuela que bordea la casa de esquina, Nicolás Márquez, el papá de la homenajeada, acabó con la vida de Medardo Pacheco. Ignoran que el coronel se entregaría de forma inmediata a las autoridades del pueblo y que dos años después quedaría libre de la condena impuesta para iniciar entonces un periplo breve que lo llevaría hasta Aracataca junto a su mujer Tranquilina y sus tres hijos, entre ellos, la niña Luisa Santiaga, cinco años a cuestas, y un destino irreversible.
Estos jóvenes con sus uniformes planchados y relucientes, alargados a la fuerza y de mirada ávida, ignoran también que aún no existe certeza alguna acerca de la fundación de Barrancas; que tal vez la fundó Fray José Barranco pero que tal vez no; que tampoco fue fundada en 1660 y mucho menos en 1664, tal como lo señalan los textos escolares. Posiblemente muchos de estos jóvenes sí sepan que en la biblioteca del pueblo existe un libro escrito por el historiador Carlos Enrique Contreras Ureche –“Conozca a Barrancas, Guajira, tierra amable de Colombia”, publicado en el 2005 por Editorial Antillas- que en su resumen concluyente sobre la fundación dice:
“Prácticamente es poco lo que se sabe aún acerca de cuándo fue fundada la población de Barrancas, y mucho menos quién la fundó. Todo lo que se ha dicho y escrito al respecto no deja de ser pura especulación hipotética por parte de quienes han intentado profundizar en la materia. En ese orden de ideas, hay quienes creen que fue fundada el 19 de marzo de 1664 por el Fray español José Barranco, sin mencionar ningún documento antiguo que así lo acredite o lo deje entrever. Resulta lógico creer que lo que hoy es Barrancas en un principio fue una ranchería, o algo así por el estilo, habitada por los indios guajiros, procedentes de la península de La Guajira, y por los indios cariachiles o cariaquiles, desplazados desde la región de San Lucas de El Molino, y que después, tanto los unos como los otros fueron desplazados por los colonos españoles, hasta formar un pueblo, en forma lenta y espontánea. Lo único cierto es que la razón de ser de su nombre obedece al hecho fehaciente de la existencia sempiterna de muchos barrancos localizados entre la parte sur y suroriental del perímetro del casco urbano y la margen izquierda del río ranchería.”
Barrancas, además, ha trascendido fronteras de diversas formas: una, como sitio transpuesto poéticamente en la obra garciamarquiana. Al fin y al cabo, el realismo mágico y el prodigio en la obra de Gabo también hunde sus raíces en este pueblo que –he aquí el otro hecho trascendental- es conocido, allende los mares, por las minas de El Cerrejón, las más grandes del mundo, explotadas a cielo abierto.
Luisa Santiaga no está debajo de una cama
Los Gabos salieron del hotel Iparú a las 7:30 de la mañana del 25 de julio rumbo a la iglesia San José. Atravesaron el parque y se detuvieron en la plazoleta del templo para saludar a otros miembros de la familia que habían llegado por vías distintas. “Muchos de los que allí estaban dicen que son de la familia nuestra, pero yo no los conozco ni sé de ellos. Creo que había colados”, dijo Luis Carlos García, uno de los hijos de Luis Enrique García Márquez, quien decidió quedarse en Barranquilla. “A mi papá es difícil moverlo para estas cosas”, agregó.
Familiares o no, allí estaban decenas de descendientes, verdaderos y falsos, de Luisa Santiaga. Muchos se escabullían por el laberinto intrincado de apellidos naturales para esgrimir el parentesco mítico y la sangre Nobel. “Mi mamá era prima hermana de Luisa Santiaga”, expresó Ruth Ariza Cotes, una antropóloga que había llegado de Santa Marta en compañía de sus hijos Rosa María y Gustavo Adolfo Ramírez Ariza, quien también fungía como un organizador más del homenaje a su antepasado ilustre. “La esposa del coronel debió llamarse Tranquilina Cotes Iguarán, pero como era hija natural quedó Tranquilina Iguarán Cotes. Era hija de Agustín Cotes”, expresó una mujer que se identificó como Rosalía Cotes Mejía y quien dijo vivir en San Juan del Cesar. Se había venido desde su pueblo luego de enterarse del homenaje a Luisa Santiaga.
En fin, aquel día en Barrancas, no sólo había una gran expectativa sino autoridades de Riohacha, concejales, políticos en búsqueda de protagonismo, directivos de universidades costeñas, representantes de la etnia Wayuu, intelectuales de barba y guayabera, historiadores, ancianos de frescos recuerdos, niños de brazos, adolescentes de última hora, estudiantes aplicados y gran parte del linaje de la gran mamá.
Entreverada en aquel torbellino del tejido genealógico apareció de repente Margarita Márquez Caballero, hija de Juan de Dios, es decir, nieta del coronel Nicolás Márquez y por tanto sobrina de Luisa Santiaga. Es, además, la secretaria privada de García Márquez en Bogotá. Margarita maneja los asuntos más importantes del Nobel y -dicen algunos de sus familiares cercanos-, una de las que más conoce los secretos del escritor vivo más importante del mundo. Y, ciertamente: ante preguntas impertinentes (Margarita: a propósito del conflicto entre Nicolás Márquez y Medardo Pacheco, ¿Cuál fue en realidad el origen de la disputa entre los compadres Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa?), Margarita pone cara de Gabo severo, y la sonrisa bonachona del comienzo se transforma en un rictus grave. Es sin duda, un candado de acero que protege las actuaciones, proyectos secretos y vicisitudes del inventor de Macondo. (3).
– Margarita: ¿cuál es la próxima obra de Gabo? Adelántanos algo…
-He oído decir que es un libro de cuentos que se llama “En agosto nos vemos”. Podría ser.
En realidad, la misa fue un acto sobrio con breves discursos a bordo, entrega de medallas y reconocimientos y evocaciones afectuosas. En las primeras filas estaban los hijos de la matrona inmortal: Aida, Ligia, Rita, Jaime y Patricio. No llegaron los otro siete por diversas razones: Luis Enrique prefiere permanecer en su casa de Barranquilla, al igual que Margoth, en Cartagena. Gustavo y Hernando enfrentan con dignidad y coraje avatares inesperados; Eligio y Alfredo fallecieron hace ya algunos años; y Gabriel, el grande, decidió quedarse en Ciudad de México disfrutando de su gloria eterna, pero sabiendo que en la lejanía, más acá del Canal de Panamá, en un pueblo que recorrió alguna vez junto al Maestro Rafael Escalona, flotaba el espíritu de su mamá Luisa, la misma que dijo alguna vez, luego de que Gabo recibiera el Premio Nobel, que su genio de escritor se lo debía a la Emulsión de Scott. Eso lo atestigua, poco después de la misa, el mismo Jaime García Márquez, quien a su vez repite, de manera textual, lo que alguna vez le contó a la escritora y periodista Silvia Galvis: “Cuentan que Gabriel Eligio García, mi papá, llegó a Aracataca de telegrafista y que un día vio a Luisa, le gustó y se le acercó y le dijo: ‘Después de analizar a las mujeres que he conocido aquí, he llegado a la conclusión de que la que más me conviene es usted. Yo quiero casarme, pero si le parece que no dígamelo y no se preocupe porque no me estoy muriendo por usted’. Para Jaime –escribe Silvia-, como más tarde recogió su hermano Gabo en El amor en los tiempos del cólera, así empezó todo”.
Al filo de las once de la mañana, la Casa de la Cultura de Barrancas comenzó a atiborrarse de visitantes. Tres salones fueron dispuestos para la exposición de fotografías de la homenajeada y textos alusivos a ella. Un pendón gigante, similar al que colgaba detrás del atril central de la iglesia, estaba al fondo de la entrada principal de la Casa. El impacto de aquella imagen fue instantáneo: Luisa Santiaga joven, delgada, de cabello corto y cejas pobladas, vestida con cuello alto y arandelas en las mangas; una pulsera ajustada al brazo derecho y las manos sobrepuestas encima de las piernas cruzadas. Mirada lánguida: una auténtica estampa romana, tal como la describe Gabo en sus célebres memorias.
Encima de la foto, un llamativo título: “Las huellas de Luisa Santiaga”. Más abajo: “Celebración del primer centenario del natalicio de Luisa Santiaga Márquez Iguarán, Barrancas, Guajira, 25 de julio de 2006”. Y a un lado de la fotografía, en letras de sueños, el siguiente texto escrito por el Premio Nobel: “Había nacido en Barrancas el 25 de julio de 1905, cuando la familia empezaba a reponerse apenas del desastre de las guerras. El primer nombre se lo pusieron en memoria de Luisa Mejía Vidal, la madre del coronel, que aquel día cumplía su mes de muerta. El segundo le cayó en suerte por ser el día del apóstol Santiago, el mayor, decapitado en Jerusalén. Ella ocultó este nombre durante media vida, porque le parecía masculino y aparatoso, hasta que un hijo infidente lo delató en una novela”. (4).
Transcurrido el medio día, los visitantes habían completado el recorrido por los distintos salones y los familiares de Luisa, todos sin excepción, tenían ya una visión panorámica a partir de las referencias textuales y de las fotografías de aquella mítica mujer que aparecía en el primer salón a los 9 años, en 1914, al lado de otra estampa en la que Tranquilina “Nina” Iguarán Cotes, en 1914, extraviaba su miraba en el horizonte. Más allá, el rostro del coronel Nicolás Ricardo Márquez, adusto y elegante con su bigote de canas y lentes juveniles.
En el otro salón, Luisa de perfil y con sonrisa de Mona Lisa mirando a los ojos de Gabriel Eligio, radiante en aquel lejano 1976. Al frente, la fotografía en la que más se detuvieron los Gabo: Luisa Santiaga sentada al lado de sus hijas en un sillón recio, y atrás los demás hijos, uno por uno, hasta completar once. Ahí estaba el Nobel, por supuesto, pecho henchido y un orgullo que se salía de madre. En el otro salón, Luisa por todos lados, la casa de Aracataca, las frases iluminadas, y las sonatas y óperas de Martín Vivaldi, el compositor italiano que invadió de repente la Casa de la Cultura de Barrancas, el pueblo que ese día, en presencia de su patrona, la Virgen del Pilar, vio el desfile de los descendientes de la Mamá Nobel.