Investigadores dicen que la TV es un éxito para lograr ciudadanos promedio.
Por Caarlos Castillo. columnista de El Tiempo
Desde las épocas de la universidad, todos lo llaman Igor. Es un ser misterioso, que aparenta ser un agente secreto, no sabemos si de la KGB o de la CIA. A pesar de que esas agencias han cambiado, el tal Igor sigue con la maña de pararse en las esquinas, enfundado en una gabardina raída y con la cabeza tocada con sombrero tipo Bogart. Aparenta leer un viejo ejemplar del periódico El Siglo, y oculta su mirada escrutadora y sagaz tras unas gafas de sol. Llueva o no llueva, porta un paraguas negro, y madura un aguacate bajo su sobaco.
Rey del disfraz, dice que la mejor estrategia es el mimetismo. Por eso ha adoptado la forma de un conservador que, por lo comunes que son ahora, nadie se percata de ellos. Algo de cierto tiene cuando uno se fija en los políticos amigos del Gobierno.
Igor ya sabe de la nueva licitación de emisoras de FM, que el Gobierno va a repartir, de acuerdo con la usanza, entre periodistas y amigos. Para comprar conciencias, dice él. Pero más le aterran los preparativos para la licitación de un nuevo canal de televisión, que beneficiará quién sabe a qué grupo económico.
Igor dice haber descubierto que, en un oscuro sótano de una casa estilo inglés, se hacen experimentos para determinar cuál es el impacto de la televisión en la conducta humana. Según su sabio entender, más parece cosa de tortura que de ciencia. Se seleccionan individuos que sean de distinto estrato social, no adictos a la televisión, que tengan niveles de inteligencia iguales y carezcan de prejuicios políticos o religiosos. Divididos en grupos, se les hace ver durante largas horas los programas y canales de nuestra televisión actual. Como el ejercicio es doloroso, que no soporta un ser normal, los investigadores, como en La naranja mecánica, atan al sujeto de investigación a una silla que mira a la pantalla, y, para impedir que se cierren los párpados, se los grapan con un adminículo. En compensación, se le administran goticas de colirio. No tiene más remedio que ver televisión.
El esfuerzo vale la pena, pues los resultados del experimento muestran importantes cambios de conducta.
Las personas sometidas a ver los canales privados salen desbocadas a comprar toda clase de artículos que no necesitan. Creen que no están en la vida real sino que actúan en un reality.
Muchos quieren una cirugía plástica y cantan desafinado. Creen cualquier información. Como en telenovela, empiezan a confabular contra sus familiares y vecinos, las secretarias se enamoran de sus jefes y estos de sus asistentes.
Cual paranoicos, los expuestos a los noticieros buscan armas de ataque y defensa, influidos por los videos del Ejército y la Policía que se emiten sin discriminación, pero con intensidad. Las muertes violentas han aumentado. No ha faltado el Rambo que destroce a golpes a los de su barrio, pensando que son terroristas. Dicen que se acogerán a la Ley de Justicia y Paz. Algunos ciudadanos quieren votar para otra reelección presidencial, pero todavía no se han abierto las urnas.
Los que han visto el canal institucional entran en profunda narcolepsia o salen a inscribirse para las elecciones de Cámara y Senado, pues dicen que ellos también merecen el mismo sueldo por no hacer nada bien.
El análisis del grupo de niños del experimento es tranquilizador: salen tan ignorantes, tontos, superficiales, agresivos y consumidores como los adultos.
Es notable que, después del experimento, esos conejillos de Indias desean cambiar de estrato, se reduce sensiblemente su cociente intelectual y se llenan de prejuicios sociales, ideas políticas retorcidas y fanatismos religiosos. Todos terminan más incultos.
Los investigadores, felices, proclaman que nuestra televisión es un éxito para lograr un ciudadano promedio, y abogan por la licitación inmediata del nuevo canal. Pero no sería raro que Igor sea un doble agente que difunde los resultados como campaña publicitaria. Todo lo pueden, son de TV y solo los regula una comisión fantasma.
POR CARLOS CASTILLO CARDONA