No hay nada más colombiano que los reinados, dicen los que más saben de reinas en este país. Y que las reinas!, les responden enardecidas las barras que acompañan, algo bravas, a las veintitrés muchachitas que por estos día desfilan y medio se empelotan por un sueño. Y sueño de verdad, si la transmisión de televisión alcanza, como acostumbra, las primeras horas de la madrugada luego de la velada de elección y coronación de la Miss Colombia.
Y yo creo que tienen razón (en la apreciación, no en la trasnochada). Nada más representativo de la mujer colombiana que esa camada de mujerononas que cuando menos alcanzan los uno con ochenta de estatura, sin tener en cuenta las plataformas en que las trepan sus aduladoresy en algunos casos sus auspiciadores.
Nada más ejemplar que esas niñas que consiguieron a tan temprana edad que les levantaran el busto al que aspiran, a cual más y por diferentes merecimientos, el Min-Impuestos con todo y blower, el despeinado Min-Agricultura y el Plinio Apuleyo con sus elecciones literarias convertidas en antologías, utilizando el mismo método que institucionalizaron patrióticamente en este suelo Raimundo y todo el mundo.
Coincido con los expertos que, ante la sentida ausencia de la Conchis, candidata natural del Cesar, la que en su reemplazo representa a ese departamento, es la máxima favorita. Habla perfectamente el portugués, quizá mejor que el castellano. Le gana en nacionalismo al presidente Uribe, muy a pesar de que vino al mundo (la reina, no Uribe) bajo el sol inclemente de Río de Janeiro. Pero y qué? Uno de los sobreentendidos de los reinados de belleza es que no debe haber lugar para la xenofobia. Si aquí hay quienes suspiran por la reina Sofía o la Reina Isabel, cómo no vamos a poder suspirar por una soberana que haciendo gala de su generosidad es capaz de despojarse de sus atuendos para probar que ella aún tiene un invicto que las otras 22 participantes perdieron horizontalmente y con algo de rubor en los últimos años: Su cuerpo no conoce el bisturí y lo más cerca que ha visto la silicona es cuando la utiliza para pegar en su cuarto afiches de Lulla Da Silva. Su mirada es la encarnación misma de la saudade y no hay nada más arrebatador que ese acentito cuando repite el ay ‘ombe; igualito al que tenía Carlos Vives cuando quería ser cantante de pop en Ramón Antigua.
Por eso mismo, alguien en Palacio tiene que bajarle al discurso ese de la patria chica y el regionalismo que se les sale por los poros a José Obdulio, Fabio Valencia y a Echeverry Correa. Si tuviesen un asesor de imagen, le aconsejaría al presidente que cambiara el tiquete a Washington por el de Cartagena. Un guiño al gigante brasileño, apoyando a la carioca con todo y bancada, (seguro que Pacho Santos y Juan Lozano se le pegan) sería una carambola a tres bandas, sobre todo luego de la derrota de Bush y los republicanos en el Congreso norteamericano.
La más opcionada al virreinato es la señorita Santander. Sus hermosos ojos azules hablan más de nuestra raza que el himno nacional, el Pibe Valderrma o el sombrero vueltiao. Princesas deberían ser la Señorita Chocó que nació en La Virginia Risaralda, la Señorita Risaralda que nació en Cartago Valle, la Señorita Caldas que nació en Florencia Caquetá, la Señorita Quindío que nació en Don Matías Antioquia, o la señorita San Andrés que nació en Cúcuta. Mejores ejemplos de integración, descentralización y buen uso de las transferencias no se pueden conseguir.
El palo podría estar por lado de la señorita Cartagena. La polémica en medio de la cual fue elegida le dan la suficiente experiencia y la visibilidad que le hacía falta. Pero sus posibilidades aumentan si, como dicen, el sistema electrónico de votación va a tener la auditoría del Dane.

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