QUINTA COLUMNA
Por Óscar Collazos.
Hace muchos años circulaba en Cuba un chiste referido a la libertad de prensa. Los protagonistas se habían reunido para hablar de sus experiencias de gobernantes. Sólo faltaba escuchar a Napoleón y al anfitrión, Fidel Castro. Como el protocolo mandaba que el cubano hablara de último, el corzo hizo uso de la palabra elogiando al anfitrión y al periódico de la Revolución. «Si en mi época hubiera existido Granma -dijo Bonaparte-, nadie se hubiera enterado de mi derrota en Waterloo.»
No sé si el chiste es bueno o malo. Lo que sí sé es que expresa el extremo opuesto de lo que en las democracias liberales se llama «libertad de prensa.» Se refiere a la prensa única, expresión regular de un poder no menos único, controlado por un gobierno que decide lo que debe publicarse y silenciarse, empeñado en la tarea de condenar los crímenes de sus enemigos mientras se silencian los propios.
Demos por aceptado que al hablar de «libertad de prensa» no estamos hablando de la prensa controlada por un gobierno autoritario sino de la prensa de una sociedad donde las libertades individuales están consagradas constitucionalmente. Lo anterior incluye el derecho y la libertad de fundar medios de comunicación de orientación distinta a la del gobierno y las garantías que el Estado ofrece para su normal funcionamiento.
Se supone que las garantías que permiten el ejercicio de esas libertades representan una mínima cantidad de riesgos y que esto se cumple en medio de circunstancias favorables y sin que la información y la opinión sufran presiones institucionales. Pero no solo presiones institucionales, provenientes de los gobiernos. No existe libertad de prensa deseable si los poderes económicos que actúan en una sociedad intervienen para condicionar el flujo regular de información y opinión a intereses empresariales o de gobierno.
La expresión «libertad de prensa» es, pues, una ruta de navegación: aspira a llegar más lejos de lo que le permiten las intervenciones de los gobiernos y los particulares. Más lejos en la búsqueda y la expresión de la verdad. En este sentido, a quienes se ocupan de ella les concierne tanto la reflexión sobre sus alcances en un régimen de libertades relativas como sus limitaciones aberrantes en un régimen totalitario.
No habría autoridad moral capaz de condenar la criminalización del ejercicio de la libertad de prensa en regímenes cerrados si no se empieza por aceptar que en las «sociedades abiertas» existen obstrucciones a las búsquedas de la verdad y que esto se ha venido dando en el matrimonio de gobiernos relativamente democráticos con grandes conglomerados económicos. Existe una libertad intervenida por sutiles procedimientos gubernamentales o empresariales.
El mundo está viviendo colosales concentraciones de poder mediático. Sin embargo, a veces parece mayor el tiempo y la beligerancia empleados en condenar algo que es consustancial a las sociedades autoritarias que en mirar hacia el interior de democracias donde la información y la verdad son simulacro o espectáculo. Las «bondades» de estas libertades pueden conducir un día y desde el otro extremo al chiste de Napoleón: nadie se enterará de la verdad sino de sus representaciones engañosas.
La «libertad de prensa» no contempla, necesariamente, el derecho a una información veraz. Puede existir un amplio espectro de libertades y un estrecho margen de información. La aparición de poderosas empresas mediáticas no ha significado, en muchos casos, un enriquecimiento sino un empobrecimiento de la información.
Óscar Collazos