A los gobernantes de mentalidad primitiva o autocomplaciente o sólo segura si la acompaña la aureola de unanimidad, la crítica les resulta intolerable. (Entiéndase por crítica cualquier obstáculo en el camino hacia la beatificación que es el nicho en la Historia). A los poderosos la crítica les resulta la insidia que persuade o puede persuadir a los inocentes, la conjura desde la hipocresía de libros y revistas, el desafío que se niega a entender las razones del poder. Al presidente Manuel Ávila Camacho y, sobre todo, al presidente Miguel Alemán Valdés, la crítica les ofende. Si el poder no es intangible, se convierte en algo mísero, en la materia prima del anonimato. Un ejemplo: en 1951 el semanario Presente, dirigido por Jorge Piñó Sandoval, critica –con burlas– al grupo alemanista y al Presidente. Alemán ya es una persona resuelta, moderna y un tanto cuanto adquisitiva. La respuesta a Piñó: unos pistoleros invaden el taller de la revista, golpean ferozmente al director (al que le causan lesiones permanentes) y a los operarios, y Presente desaparece.
En esos años, “la prensa nacional” (es decir capitalina), Excélsior en muy primer término, es el registro complaciente de los actos de gobierno. Todo al servicio del régimen: las ocho columnas, las crónicas de las campañas electorales, la buena fama de los señaladamente corruptos, el festejo de cualquier discurso. Carlos Denegri, el reportero estrella de Excélsior, se distingue por la capacidad de trabajo, la eficacia en la adulación, la cursilería sin medida y el abuso de poder. Su columna “Miscelánea” es leída, o mejor, es descifrada por la clase política (los periodistas inventan la expresión “sociológica”: clase política es el sector al margen de las divisiones convencionales, que responde a un solo jefe y reacciona “como un solo hombre” en los momentos de decisión. Si buscan adjetivar a la clase política sólo hay un término, priísta). Si Denegri no es, no podría ser, el único columnista que ensalza al régimen y se ostenta como “influyentazo”, sí es el ejemplo límite del periodista “en uso de sus libertades”, que reverencia a los poderosos y se comporta caciquilmente.
El director de Excélsior, indescifrable y previsible, es Rodrigo de Llano, de “la vieja escuela” o de “la Universidad de la Vida”, de las “sesiones de análisis de la política y de la nación” que, a modo de ponencias, se reúnen en comidas prolongadas donde el whiskey y el cognac son los preámbulos de la lucidez. Don Rodrigo se preocupa –mi informante es la Hemeroteca Nacional– por nunca defraudar al Presidente de la República, y para ello combate a los subversivos y nunca informa más de lo debido. Y si en las manifestaciones los estudiantes o los obreros gritan “¡Prensa vendida!”, en rigor elogian a los periódicos, porque la desconfianza de unos cuantos es la confianza del Lector Que Importa, y de los secretarios de Estado, los gobernadores, los senadores, los diputados, los empresarios, los altos clérigos. Los lectores comunes y corrientes (todos los no incluidos en la lista anterior) padecen de resignación y cinismo, de indiferencia teatral que al cabo de un tiempo es indiferencia profunda, de recelo que se trueca en alarmismo, de atisbos entre líneas de los hechos probables: “Si mencionan el entusiasmo delirante ante al Informe quiere decir que a lo mejor no todos se durmieron”.
De las transformaciones sobre la marcha
Excélsior es una gran empresa, factura millones de pesos, es una seguridad para anunciantes y dolientes (entre los privilegios de los difuntos está la publicación de su esquela en la primera sección, el verdadero ataúd de lujo), es el espacio confiable de las aspiraciones políticas y es la escuela de muchísimos periodistas verdaderos. Entre ellos, en una generación, Julio Scherer García, Manuel Becerra Acosta hijo, Alberto Ramírez de Aguilar, Hero Rodríguez Toro. Scherer, Becerra Acosta y Ramírez de Aguilar firman una columna política con el seudónimo de Julio Manuel Ramírez, y hasta donde les es posible combaten la impunidad informativa de las columnas de Denegri, las “Misceláneas” (Scherer tiene serios problemas con Rodrigo de Llano, el Skipper, por firmar un manifiesto de protesta por los acontecimientos del 4 de agosto de 1960, cuando los profesores del Movimiento Revolucionario del Magisterio, dirigido por Othón Salazar, intentan marchar de la Normal de Rivera de San Cosme al Zócalo, y son reprimidos con saña por policías, agentes secretos y policía montada). Transformar Excélsior es muy arduo por el arraigo de las prácticas corruptas (el embute, el chayote, el sobre, las categorías de la mitología de la avenida Bucareli y del restaurante Ambassadeur) y por el control minucioso del gobierno, más específicamente de la Secretaría de Gobernación.
Demasiadas vocaciones se extinguen por las oportunidades de corrupción y, en igual o en mayor medida, por las inmensas dificultades para informar con objetividad. ¿Cómo se sostiene un periodismo independiente? ¿Quién distribuye sus publicaciones, quién les consigue anuncios, quién negocia con los políticos? Los funcionarios no nada más son los informantes “secretos”, la legión de Gargantas Profundas especializadas en la mentira, también son los censores, los que reclaman con aspereza o falsa cordialidad al irritarse con una nota o un artículo, o al exigir la complicidad que es militancia abierta a favor de su candidatura. Y en el estire y afloja cotidiano se entrena el periodismo que informa como puede y cuando le dejan. ¡Ah, la metamorfosis del joven idealista que amanece en cortesano beligerante! ¡Ah, la emoción con que se recibe la invitación a comer con el Secretario de Estado o el Presidente de la República! Una tras otra, se festejan las represiones de los gobiernos de Adolfo Ruiz Cortines y Adolfo López Mateos contra la insurgencia sindical, o se descubren los engaños, por ejemplo cuando el Regente del Departamento Central Ernesto P. Uruchurtu cae de la gracia del presidente Gustavo Díaz Ordaz, y deja de ser el “Regente de Hierro” volviéndose el funcionario prepotente e insufrible que debe abandonar su puesto de inmediato.
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En 1968, el grupo de Julio Scherer gana la dirección de Excélsior y casi su primer acto es suprimir la venta de las ocho columnas, tan increíble como pueda parecer. (Insisto: júzguese al periodismo no con los criterios actuales, sino con los de una sociedad sometida por entero al Presidente y al PRI). Con la mayor rapidez posible, Scherer transforma las reglas de juego y estimula la información confiable. No desaparecen de golpe los periodistas corruptos, o se interrumpe la cercanía entre prensa y poder; tan sólo, y esta transformación es inusitada, se ejerce el periodismo con rigor creciente, y en un medio sometido a todas las asfixias, se inicia el reportaje de investigación. Scherer asume la dirección en agosto de 1968, y semanas después estalla el Movimiento estudiantil.
El trato informativo de la huelga estudiantil es una prueba de los límites impuestos y de las maneras distintas para decir la verdad. No hay enfrentamiento con el régimen, tampoco los reporteros suelen ocultar los hechos. Y el desarrollo del Movimiento impulsa el cambio progresivo. El Excélsior del 3 de octubre comprueba avances y controles. La información es, para la magnitud de los hechos, insuficiente, pero del criterio editorial se encarga el cartón de Abel Quezada, un rectángulo negro con la pregunta: “¿Por qué?”
De cómo resultó que la gran amistad entre periodistas y políticos nunca comenzó
Las atmósferas mitológicas de la avenida Bucareli (1920-1968 aproximadamente) se sostienen en varias premisas, si así se quiere llamar a la sabiduría que si se enuncia se desvanece. Cito algunas:
Un político es el mejor amigo del periodista pero no de la persona,
noticia es que un hombre represente casi en exclusiva a la Patria, vacío noticioso es la condición de la Patria,
“las fuentes generalmente bien informadas” son la conversión del chisme en mitomanía,
el Presidente de la República es el mexicano mejor informado porque quien diga lo contrario no es mexicano,
el Presidente no dicta la línea informativa, él es la línea informativa,
un periodista que cree en su oficio es una frustración que persevera,
los subversivos desearían criticar a las instituciones, pero para que esto suceda deberían conseguir que alguien les publicara sus calumnias, lo que sólo ocurre en libelos de quinientos ejemplares, y
el buen periodista no publica la noticia exclusiva, la comenta a carcajadas a altas horas de la noche.
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La búsqueda de la credibilidad continúa y al final de su sexenio Díaz Ordaz ya detesta a Excélsior, y el sucesor, Luis Echeverría, procura la cercanía. La “apertura democrática” se pone en marcha y al principio le resulta atractiva a bastantes, pero pronto se disipa el beneficio de la duda: no hay tal cosa como “la apertura democrática”, el autoritarismo del régimen es radical, así ya se conceda la existencia marginal de la crítica (acto de generosidad de un régimen con apenas 42 ó 43 años en el poder), y el hostigamiento a la prensa usa –sólo en la capital– de métodos un tanto más sutiles que cárceles, golpizas o desapariciones, por ejemplo el manejo de la dotación de papel de la compañía estatal PIPSA. Al tiempo que impulsa el reportaje de investigación y las crónicas mordaces, Scherer invita a la página editorial a intelectuales críticos, Daniel Cosío Villegas el más destacado. 1973 y 1974 son años muy tensos y Excélsior no se distancia del gobierno, porque éste oculta su violencia y sus saqueos (no se sabe prácticamente nada de la guerra sucia del régimen). En 1975 los elementos del conflicto ya son inocultables.
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El grupo de Scherer atraviesa por estos círculos del cinismo y la corrupción y de modo paulatino intuye, inicia y propone un periodismo distinto. No hablo de milagros sino de espacios arrebatados a las inercias del miedo y la deshonestidad. Y si 1968 es al momento del salto mental, el sexenio de Luis Echeverría educa en la eliminación del autoengaño. Echeverría cree desproporcionadamente en la imagen que obtendrá de los Medios, en especial de la prensa, y por eso recompensa la largueza a los reporteros, negocia con los dueños de las empresas periodísticas, arrastra consigo a cientos de reporteros que cantan sus alabanzas (en lo posible, que nunca es mucho) y reafirman su dimensión de estadista internacional. Pero la torpeza, la ineptitud, la corrupción que se vislumbra y los ecos sordos de la represión hacen que Scherer y su grupo cercano ejerzan ya el distanciamiento.
Entonces las alusiones desfavorables hacen el papel de críticas frontales, y así el historiador aficionado Gastón García Cantú pasa por oposicionista acérrimo. A Echeverría, educado en la unanimidad (“La República sólo conoce un sonido: la voz presidencial”), las críticas le irritan o le indignan (¿cómo advertir los matices de un burócrata exaltado?), y por eso se dispone al aplastamiento de los periodistas herejes. Al principio Scherer no lo cree por una razón elemental: ante el poder presidencial Excélsior es tan poca cosa que no hace falta una conspiración para quitar de su sitio al director. Pero Echeverría está convencido de su dualidad: el político antiguo con el repertorio de traiciones y bajezas, y el estadista moderno que recibe a la emigración chilena, que protege al Tercer Mundo, que habla como si entendiera a Frantz Fanon y a Paolo Freire. Y mientras quiere resolver de una plumada el conflicto árabe-israelí, prepara la caída del insolente y los suyos.
Tras una campaña de retiro de anunciantes, y la invasión del fraccionamiento de Excélsior en Paseos de Taxqueña, se produce la asamblea de la cooperativa del 8 de julio. Allí, en la asamblea que se convierte en la encerrona pistoleril, Scherer y su grupo abandonan Excélsior y asciende Regino Díaz Redondo, director de la Extra, un periodista menor sin otro relieve previo que su acatamiento de las órdenes gubernamentales y su lealtad declamada a Scherer (remito al lector a la excelente crónica de Vicente Leñero, Los periodistas, y al libro testimonial de Scherer, Los Presidentes).
De los preparativos de Proceso
De julio a noviembre de 1976 Scherer y su grupo, más jóvenes que llegan de varias partes, se disponen a ejercer un periodismo distinto, no radicalmente diferente pero ya desprovisto del forcejeo cotidiano con el poder. Lo primero es concederle el centro al reportaje de investigación, lo siguiente es eliminar las concesiones, lo que se consigue de modo abrumador. Los temas se multiplican y la política todo lo corrompe, una forma como otras de decir que el capitalismo salvaje maneja los accesos al poder y sus métodos. De 1976 a 2006, no sin errores y entre grandes aciertos, Proceso se propone informar a fondo, y lo que en la Era del PRI fue casi imposible, ahora, era del desvencijamiento de esta República, es cada vez más directo, y libre. La crítica se normaliza pero la impunidad continúa al mando.