Primero fueron solo unos pocos mensajes, pero luego los correos electrónicos crecieron en mi buzón con un recatado alborozo que no alcanzaba a ocultar la pretensión de hacer parecer como propios logros ajenos. Claro, y aunque el palo no está pa’cucharas, no faltó quien lanzara las campanas al vuelo.

Se entiende, me decía mi flamante siquiatra (sin permitirme revirar a punta de gárgaras con gotitas reanimadoras), sobre todo después de las palizas a la imagen, honra y fútbol de los colombianos por estos días. De alguna cosa hay que echar mano, me explicaba, con el fin de recobrar la autoestima después de las arrastradas a que nos sometieron en la asamblea de la OEA, en el Congreso norteamericano, en los estadios venezolanos, amén de otros escenarios deportivos, y en la prensa internacional.

Y es que la andanada no para: al dudoso honor de ser señalados como el país que más maltrata a sus sindicalistas (que portan el sambenito de ser hijos de todas las madres, menos de la patria) se suman el de tener la más numerosa población nómada del planeta, según encuesta del Dane, y el de contar con el más grande territorio bajo el agua, según pronósticos cumplidos del Ideam.

Para no mencionar, por impertinentes, temas como la pordebajiada en el fútbol continental y la falta de transparencia de los recientes reinados -en los veredictos, se entiende-, que ya ameritan, los dos, veedurías que pongan los ojos más allá del 95-55-90, si hemos de creer que esos certámenes levantan más pasión entre la amable concurrencia que las promocionadas consultas de los partidos para escoger sus candidatos, y entre los perdedores, los candidatos de las listas independientes.

A falta de los Juanes (por líos de faldas revueltos con camisas negras) o de Montoyas impregnados de la parsimonia de los expresos de TransMilenio; ante la carencia de jugadores testiculados y esforzados donde sabemos, y de empresarios internacionales que proyecten la imagen de divas como Marvel o, en su defecto, del padre Chucho, hay quienes literalmente se han montado en el tren de la victoria que acaba de echar a andar el patriarca mexicano Carlos Slim, luego de hacerse acreedor al premio gordo de ser el personaje más rico del planeta. Sus ya voluminosas inversiones en el país han despertado un extraño sentimiento nacionalista luego de que destronó, según informaciones de prensa, al dueño de la camiseta de líder durante más de una década, al filántropo, así le dicen las mismas fuentes periodísticas, Bill Gates.

Incluso hubo quienes osaron endilgar a nuestro país una poca de participación, luego de las fusiones de cableoperadores, en tan soberanos beneficios, que crecen a un ritmo de tres millones setescientos mil pesos cada segundo y de más de trece mil millones de pesos cada hora. Quizás él les pueda explicar, por fin, al Minhacienda, a la Junta de Banrepública y a los consejeros presidenciales por qué el país crece al ritmo que lo hace sin que nadie lo note.

Pero se entiende ese fervor patrio, como me lo explicó el siquiatra, no porque alguien considere a Carlos (así lo llaman) como compatriota, tercermundista o ejemplo de superación por ahorro y abnegación, sino por la predicción que acaba de hacer la revista Forbes luego de considerar el 2006 como el año más rico en toda la historia de la humanidad. Dice textualmente la publicación, al analizar la parte gruesa del fenómeno Slim, que de cara al futuro, Chile, México y Colombia (sí, esta misma patria vejada y maltratada) se preparan para dar a luz los nuevos millonarios para los próximos años. Con razón el repunte en la venta de chontaduro, borojó y aguapanela entre los inversionistas. Dicen, incluso los más pesimistas, que hay que olvidar esta generación perdida y concentrarnos (el término no puede ser más apropiado) en esos alumbramientos, lejos de los partos del fútbol y la política.
Y claro, no es difícil sospechar, y entender, que muchos de ellos sueñen con ser los papás. Al fin y al cabo la ingenuidad también forma parte del patrimonio inmaterial de la humanidad.

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