Por Javier Darío Restrepo
La sensibilidad de los colombianos parece haberse afectado por la presentación de un documental con escenas de nuestra violencia cotidiana. El más reproducido de esos episodios es el del congresista que viaja a bordo de un vehículo conducido por un hombre que lleva una metralleta al alcance de su mano, como el timón o la barra de cambios.
El objetivo de la edición de escenas parecidas, ensambladas para producir una historia excitante, es demostrar que la seguridad democrática invocada por el presidente Uribe como su mayor logro, es un artificio de propaganda que no corresponde a la realidad.
Lo singular del caso es que la indignación producida por ese documental no se repite por las escenas de violencia y de degradación humana que se le presentan a la teleaudiencia colombiana día tras día, por los dos canales de la televisión comercial. Cualquier televidente nacional o extranjero puede comprobar que los primeros minutos de los noticieros que se emiten diariamente parecen editados para mostrar todas las sordideces de la vida colombiana: el secuestro de algún niño, el paciente que muere a las puertas de una clínica u hospital, el padrastro que violó a su hijastra, el padre que asesinó a sus hijos, la madre que quemó las manos o el rostro de su hija, el hombre que dio muerte a un niño que cogía naranjas, el último robo de dineros para la salud en Chocó, el accidente mortal producido por un borracho, la captura de otro cargamento de droga, o el descubrimiento de un nuevo abuso de policías o militares. Con esas notas de abrir de los noticieros de una semana, habría material suficiente para producir un documental más escandaloso y contundente que el europeo. Pero ese desfile diario de nuestras sordideces no produce reacción alguna.
Podría explicarse esa insensibilidad con aquella sentencia de algún manual de complicidades que reza: «la ropa sucia se lava en casa.» Pero no por eso deja de ser sucia, ni de causar vergüenza.
Se podría pensar que la propuesta es ocultarles a los colombianos sus vergüenzas y esconder todas aquellas noticias de escándalo bajo la alfombra; interpretación que desviaría la atención del verdadero problema: tanto el documental europeo como las noticias de Caracol y RCN están mostrando solo una parte de nuestra verdad, con el agravante de que esa verdad parcial es la que más nos hace daño como sociedad y la que más les conviene a ellos como negociantes. Y es la que más molesta cuando se exhibe fuera de casa y nos deja indiferentes cuando nos la cuentan a diario en nuestra alcoba; reacción que revela la indignación patriótica como una hipocresía y la indiferencia frente a las víctimas como insensibilidad cómplice ante el mal.
Tampoco se trata de proponer que en vez de la truculencia actual, los canales comerciales apelen a las historias rosadas de la beneficencia con niños desplazados, ancianos abandonados o campesinos analfabetos, que ni son noticia, ni convencen. Se trata simplemente de reemplazar el sensacionalismo, que destaca lo truculento para mejorar el negocio, por el buen periodismo. Decía Paul Myrlrea, de la fundación Reuters que el mejor servicio que se le puede rendir a la causa de los derechos del hombre es el de ejercer un gran periodismo. El asunto no es reemplazar el rojo por el rosa, ni de moralismos exasperados, ni de tapar para preservar una imagen, sino de reemplazar el fácil y mal periodismo de sensación por un laborioso pero buen periodismo, menos productivo como negocio, pero más útil para la sociedad.