Una columna–ficción en El Tiempo, una emisora que invita a la discriminación sexual, un procurador que intenta imponer una moral…los medios están dejando de ser creíbles, y ya es hora de que sean transparentes.
Por Mario Morales
(Publica Razón Pública)
![]() La polarización en el caso colombiano proviene y se nutre de los odios y de las pasiones irreconciliables. Foto: Terra.Antes de que lleguen los censores Claro, los hechos son graves:
Todo ello en medio de la polarización — deseable si estuviéramos hablando de ideas y de debates libres — pero particularmente crítica en el caso colombiano, porque proviene y se nutre de los odios y de las pasiones irreconciliables. Para no caer en la tentación de la ira pronta, tal vez debamos comenzar por el abecé. Como en las viejas comedias mudas, plenas de doblesentidos, contrasentidos y sobreentendidos, es menester entrar a definir los términos, significados y entrelíneas para tratar de entender el maremágnum que como una nube a veces tóxica se extiende hoy sobre los temas del momento, que son los temas de siempre, como suele suceder. Y urge hacerlo antes de que lleguen los censores, parafraseando a García Márquez. Bases para creer No todo lo que aparece en los medios es periodístico, con sus efectos en términos de credibilidad y confianza, de la misma manera que no todos los que participan en una audiencia son juristas.
Ya decía con tino Jack Fuller — periodista de veras, abogado y estudioso de la ética —que el periodismo es una profesión usurpada. No porque deba estar mediada por una tarjeta o un cartón distintivos, sino porque es un oficio que se mide cada día, cada vez, con arreglo a fines. Un medio — y específicamente un periódico — tiene todo el derecho no sólo de contratar a los reporteros que a bien tenga, sino de invitar a escribir en sus páginas editoriales a quién le plazca. Esa es su apuesta ideológica, que se acrisola en cada edición. Y quienes escriben en esas páginas editoriales no han de ser forzosamente periodistas, así como el hecho de escribir columnas no convierte a sus autores en tales. Esa condición, no obstante, no los exime de cumplir con unos requerimientos básicos del oficio, que lo son también de la vida: rectitud, coherencia y respeto. Hace parte de su discrecionalidad el hecho de que un periódico como El Tiempo invite a escribir columnas a alguien como José Obdulio Gaviria. A ese respecto, lectores, compradores y suscriptores también tienen la suya propia. Más allá del pragmatismo, queda claro que tales decisiones ayudan a ubicar las coordenadas desde las cuales un medio opta por narrar la realidad, que sabemos fragmentada. Forman parte del encuadre que traza su línea editorial y permiten saber su grado de cercanía frente al pluralismo y a la diversidad. Claro, esas decisiones hablan más sobre los intereses y los impedimentos del medio mismo, que todos sus códigos de ética o profesiones de fe. Pero otra cosa es la cotidianidad. Un espacio de opinión tiene dentro de sus muchos matices — aparte de sentar una posición sobre la de argumentos — orientar a la opinión pública acerca de temas de su interés. La marca (el medio), el espacio (sección editorial) y la periodicidad son los avales de probidad e idoneidad para quien opina, más allá de que los contenidos sean, como lo son, de directa responsabilidad de los autores. Entre medio, columnista y lector hay un pacto tácito que tiene un común denominador: “las opiniones son libres y los hechos sagrados”, dentro del marco del derecho y de la ley. Lo demás es deontología: aportar puntos de vista novedosos, argumentar con solidez, tener estructura estilística, lenguaje apropiado… Crimen de lesa libertad de expresión Pero travestir las opiniones para hacerlas ver como hechos, incluso sustentados en diálogos ficticios, con el fin de impartir “doctrina” de manera subrepticia, traiciona todos los pactos, empezando por el sentido común.
Con ello, como se escribió en un editorial de El Tiempo a propósito de la más reciente columna de Gaviria. “no solo irrespetó a sus lectores, sino que puso en tela de juicio la credibilidad de las páginas editoriales de este periódico”. Porque también en la sofística inveterada de Gaviria, debe haber una diferencia entre verosimilitud (hacer parecer como si), veracidad (tener componente de verdad) y verificabilidad (esa verdad probada). Saltar esas fronteras no es más que un engaño exprofeso al que ningún medio puede darle cabida o hacerle eco. Que es literatura política, y que la “fuente” era de toda confianza, dijo Gaviria por toda defensa. Claro que es posible, como licencia periodística e incluso en la opinión, imaginar cómo piensan determinados personajes públicos. De eso se ha nutrido la prensa desde el llamado “Nuevo periodismo” hasta nuestros días. Pero quien lee debe ser advertido y ser consciente de esa “picardía” para poner en contexto los contenidos. Omitir la fuente principal para darle crédito a la versión de un tercero y darle el estatus de “hecho” a una ficción — y seguirá siéndolo mientras el columnista en mención no demuestre lo contrario — es atentar contra lo más sagrado de un medio, su credibilidad, y, en este sentido, lo más sagrado de una sociedad: la libertad de expresión. Más aún cuando el tema en cuestión versa sobre un asunto de interés nacional, o para decirlo en los términos del gobierno al que asesoró Gaviria, “de los más altos intereses de la patria”. ¿Será suficiente con una sencilla rectificación del autor como ha dejado entrever? Eso sería, en palabras del mismo columnista: un andreslopezco «deje así». No es por vía judicial Sin embargo, exigir — también en forma airada y extremista — que se suprima esa columna engendraría una víctima propiciatoria (tal como lo dijo la dirección de El Tiempo), le haría el favor de servir de caja de resonancia a “su doctrina” y además tendría el matiz totalitarista, estigmatizador y excluyente que pretende remediar.
Es la misma tentación efectista en la que cae la Fiscalía General cuando anuncia investigación penal contra los desmadrados locutores o “creativos” de la emisora Los 40 principales que han abusado con la etiqueta discriminatoria #ayMarikita. Las amenazas judiciales no contribuyen mucho a construir inclusión o tolerancia — independientemente de la gravedad de lo dicho al aire — y a pesar del arrepentimiento posterior, que obviamente no alcanzó a mitigar el daño producido. En ambos casos, la decisión sobre la continuidad de sus contratos o de sus colaboraciones corresponde a la órbita privada de opinador y locutores, quienes habrán entendido que la reputación ya está desvencijada y la confianza rota. Son manchas difíciles de borrar u omitir en adelante. Como sea: es un nuevo campanazo para medios, columnistas, periodistas y personas que trabajan en otros roles de alta visibilidad. Pero la discusión debe mantenerse estrictamente dentro del círculo mediático y periodístico, sin agentes extraños. Sí, pero ojalá se produzca tal discusión de veras: ya es hora de que los medios dejen de concebir la responsabilidad social como un anexo de su trabajo cotidiano, disfrazada de asistencialismo cuando no de limosna. Ya es hora de que periodistas y columnistas entiendan que no es lo mismo opinión que creencia, como tampoco lo es opinión pública que opinión privada públicamente expresada. Ni opinión ideológica que opinión periodística. Ya es hora que esos medios entiendan que la única responsabilidad social que les es exigible es la de proveer a sus audiencias con información y opinión de calidad. Transparencia de los medios Pero ¿cómo lograr que la responsabilidad no pase de ser un mea culpa solo para bajar la presión? Entre muchas otras cosas, hacen falta, por ejemplo:
Ha llegado la hora de demostrar que aquí todos cabemos, los seres humanos, las ideas diversas y aún antagónicas, pero sobre la base del respeto por la ley, el derecho, la verdad y las libertades ajenas. Es el talante del legado simbólico que requiere el país para poder caminar hacia la paz. |