Por Mario Morales
Son pocos los colombianos que terminan lo que comienzan, decía Alfonso López Michelsen a propósito del emprendedurismo vacilante propio de nuestra nacionalidad, que hace que le jalemos a todo, alardeando de polifacéticos, para terminar consolándonos, como decía el poeta Gonzalo Arango, con la creencia de que no llegar es también el cumplimiento de un destino. (Publica El Espectador)

Son menos todavía los que al cabo de esfuerzo pueden levantar las manos al cielo y decir, como acaba de hacerlo James Rodríguez tras su fichaje con el legendario Real Madrid, “sueño cumplido”.

Y muchos menos aún quienes logran todo ello en la alborada de la vida, haciendo gala no sólo de dones propios de su disciplina, sino de una madurez que termina por despertar ese vago sentimiento que el diccionario define como envidia. Porque eso tienen el fútbol y el deporte y la música y la literatura; que logran con los artilugios de la emoción, la identidad, el patriotismo o la envidia sublimada que sintamos algo de eso como nuestro, así no lo sea, como no lo es.

Porque si lo fuera, sabríamos lo que significan la solidaridad, el respeto y esos otros atributos que tienen las comunidades distintas de este linaje, engendro de la agresión y la barbarie, que evidencia el informe de Forensis de Medicina Legal, cuando registra que un colombiano es herido por otro cada 3 minutos, y que en cerca del 14% de los asesinatos el victimario es un amigo o conocido.

Pero ni James, Falcao, Montoya, Shakira o García Márquez, que conocieron la gloria temprana, lo hicieron en razón de su cuna. Tomaron caminos arriesgados y tortuosos.

Siguen dando ejemplo y propagando el virus que produce esa sonrisita optimista con la que hoy andamos, muy a pesar de las promesas actuales, que incumplirán, de legisladores y gobiernos repitentes, responsables de tanta frustración y sueños fallidos.

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