Algunos dicen que pasa por su mejor momento; otros, que está en plena crisis. En medio de una programación en la que reinan los ‘realities’ y los dramatizados, uno de los más importantes analistas de medios hace un análisis de lo que vemos ―y veremos― los colombianos en pantalla.

Por Mario Morales

(Publica revista Credencial)

(Fotografías: cortesía Canal Caracol y Canal RCN.)

Uno no sabe qué creer. ¿Es cierto que la televisión colombiana vive su momento más fulgurante?: la pauta publicitaria supera los mil millones de pesos desde 2010 y las ventas de las productoras ya rebasaron el millón de dólares el año pasado. O, por el contrario, como se queja el espectador promedio, ¿será más bien que los contenidos están haciendo crisis, como se puede deducir de la pobreza en la programación del prime (la franja estelar, la de la noche)?

La caracterización de esa franja es bien conocida: a la fatiga de las telenovelas que tuvieron su cuarto de hora, le sucedió el cansancio de las series encuadradas en la versión de delincuentes famosos (que se han llamado ‘sicarescas’ o ‘narconovelas’), que les cedieron el paso a las series basadas en el quehacer policial o judicial, muy al estilo estadounidense, y al regreso de los realities, esta vez enfocados en presuntas habilidades y talentos.
Parece un melodrama; las audiencias están inconformes pero su medio preferido es la televisión en un 94,4%, según el Estudio General de Medios, tercera ola de 2011. Más confuso aún, el 77,2% de los consumidores de medios la ven todos los días.

Esa fidelización a la pantalla habla, por supuesto, de la ausencia de oferta. El espectro está desaprovechado y las opciones se reducen con la práctica sutil y latente que han adoptado los canales, especialmente los privados, de mimetizarse; esto es, adaptar los formatos y géneros exitosos en rating en otras latitudes o en el mismo enfrentado. Es una apuesta segura; no se corren riesgos con narrativas experimentales y al final la audiencia y las ganancias publicitarias se reparten con escasa diferencia. Pero liderar el prime garantiza a quien lo consigue tener la iniciativa en términos de duración de los programas, de extensión de los capítulos y de ‘jugar’ con los arrastres para evitar que el televidente se la juegue con el zapping, más aún con la penetración de la televisión cerrada que a junio de 2011 era de 35,1%, (del cual 31,7% era de suscripción y 3,4% era comunitaria), según la CNTV.

Ganadores y perdedores

En esta pugna, no obstante, pierden muchos. Los noticieros, por ejemplo, que apenas mantienen como fijo el horario estelar de las siete de la noche, pero que han visto cómo se ha desdibujado la emisión más tardía, que ya ronda la medianoche con una duración acorde con las expectativas y conveniencias de cada medio. Paradójicamente se sostienen gracias a aquello que no les es esencial: el entretenimiento, distante de lo periodístico pero muy cercano ala pauta publicitaria que ha empujado su crecimiento, con información leve que ha puesto contra las cuerdas a las mismas noticias duras; hasta el punto de que, con un enfoque sensacionalista, los titulares, las locuciones y las imágenes han entrado a competir descarnadamente por el rating, privilegiando las narrativas asociadas a la violencia y el sexo.

Pierden también los espacios de opinión que fueron desterrados a la franja late, en la que el círculo vicioso de la falta de rentabilidad impide hacer programas creativos les den pautas y contextos a los espectadores sobre los sucesos que afectan su entorno. Así, el país se queda sin mirarse y sin reflexionarse ante la acumulación de informaciones desvertebradas. Subsisten espacios ―como en el Canal Uno― que trabajan otros géneros como la entrevista, tan necesarios para entender los sucesos desde la voz y punto de vista de sus protagonistas.

Pierden libretistas, realizadores y actores de series y telenovelas, sometidos al ritmo angustioso de un clímax narrativo o de suspenso cada cinco minutos por la eventualidad de que toque cortar el programa en cualquier momento, para evitar que el enfrentado suba en el rating cada noche.

Pierden los creativos, obligados a seguir la inercia de la producción internacional, con el pretexto de la globalización, para adaptar libretos y personajes al aquí y al ahora televisivo, que cambian caprichosamente.

Y pierde el ciudadano que sin muchas opciones para emplear su tiempo libre, no admite como una posibilidad la utilización del control remoto para apagar el aparato, y acepta, a regañadientes, los cambios intempestivos de horario, el alargue de los programas exitosos o la desaparición de aquellos que naufragaron entre las preferencias. La gratuidad de la televisión es percibida como un favor antes que como un servicio público o como un derecho.

Los programas piloto

En ese panorama aparecen los realities, hoy por hoy los programas que mejor expresan nuestros modos de decir, nuestras maneras de vernos pero sobre todo los modos de contarnos. O bien desde la necesidad, frente a la cual todo vale: un discreto don para cantar o para bailar; en fin, un golpe de suerte. O bien desde la oportunidad de lograr algún reconocimiento en el ámbito más cercano merced a una aparición fugaz en televisión, un minuto de fama aun en medio del ridículo o la decepción.

Y claro, está el público en el escenario y la opción de votar por teléfono o por Internet para cumplir con el sello de la época: la participación, esa incipiente forma de interactividad en la era de las narrativas digitales colectivas. Pero más que eso, está la posibilidad de emocionarse, en una relación de afecto-indiferencia-odio, para debatir casi con los mismos argumentos básicos de percepción que tienen los jurados, escogidos así, con un bajo nivel de conocimiento acerca de la materia a juzgar, pero con habilidades histriónicas que representen a los diversos públicos inscritos en las audiencias, desde el más escéptico hasta el más ingenuo pasando por el más apasionado.

Nada grave, dirán algunos, como no sea reforzar las creencias, valores y formas de entender la moral con arreglo a fines. Ahí, confrontados gracias a un juicioso proceso de edición, entendemos entonces qué piensan los colombianos de la solidaridad, del corporativismo, de su confusión entre habilidades y talento, entre chispa y don, entre suerte y vocación.

Que mantengan ratings parecidos significa que hay desinterés por la diferencia en el formato y ausencia de fidelización a los canales; desaparece la marca y queda la narrativa de la emoción con una alta presencia del zapping, siguiendo las veleidades de los jurados que logran que las audiencias tomen partido, sin reflexión, a favor o en contra de lo que ellos dicen. Emocionan con su falta de coherencia, que es muy colombiana, así como la forma de privilegiar el físico y la terquedad de mantener una discusión sin argumentos de fondo. Es una estrategia que reivindica en cada jurado lo kitsch, lo pop y lo aséptico, las tres mixturas que dan forma al talante de la sociedad colombiana.

Al final queda el físico entretenimiento, sin memoria y sin historia, fiel exponente de la civilización del espectáculo en la que estamos inmersos, si les creemos al filósofo Debord y al escritor Vargas Llosa. Se salvan del olvido quienes a tono con el programa se presentan para tomar del pelo, para burlarse de sí mismos, del jurado, de los televidentes, expresiones de nuestro proverbial mamagallismo.

¿Y entonces?

Semejante crisis se da en medio de la ausencia de regulación, de la licitación de un tercer o cuarto canales privados y la llegada de la TDT, o televisión digital terrestre, un sistema de transmisión y recepción que amplía el espectro y la posibilidad de nuevos canales pero que ahonda, como sucedió en España, la preocupación por los contenidos que no aparecieron, a pesar de la euforia tecnológica y las promesas vindicatorias, parecidas a las exhibidas cuando llegó aquí la televisión privada o la televisión por suscripción.

A pesar de que el sector está estrenando ley, los augurios no son esperanzadores. En este abril desaparece la Comisión Nacional de Televisión, que tenía la función, entre otras, de regular y controlar la calidad de los contenidos televisivos, que fracasó en un mar de desaciertos infestado de politiquería y clientelismo. Pero su reemplazo, en lo que tiene que ver con contenidos, la ANTV, Autoridad Nacional de Televisión, arranca dependiendo del ejecutivo, en tanto que está conformada por un delegado del presidente ―el ministro de las TIC― y otro de las gobernaciones, frente a un representante de las universidades y uno más de la sociedad civil. De este modo, las decisiones cruciales vuelven a tener de manera casi oficial el tinte político del gobernante de turno.
Una de sus primeras tareas será la licitación de un tercer canal o de otro más, si existe la voluntad política de organizar y limpiar el espectro electromagnético para que esas y otras opciones tengan cabida.

Y después los retos que tendremos, tan anunciados pero para los cuales estaremos poco preparados, como la fragmentación de audiencias, por nichos o intereses, y el consumo según las necesidad de cada televidente, sin importar la hora de emisión ni el sitio de recepción con el advenimiento de la televisión móvil… Suena bonito, pero sin contenidos de calidad no habrá paraíso.

Los nuevos enfrentados

Tras la salida de Clara Elvira Ospina, el canal RCN apostó por un periodista experimentado para que se encargue de la dirección general de sus noticieros de televisión. El economista Rodrigo Pardo ha pasado por buena parte de los medios del país: dirigió Cambieo, El Espectador , y fue subdirector de Seman y El Tiempo. Además fue canciller y pasó por las embajadas de Colombia en Venezuela y Francia. El Canal caracol, en cambio, se fue por el lado de la juventud y el conocimiento del periodismo internacional: Luis Carlos Vélez viene de CNN en españo. Allí llevaba seis años a cargo de la sección finaciera. Entró a reemplazar a Darío Fernando Patiño. Experiencia local vs. juventud internacional. ¿Quién arrasará con la audiencia?

Suscribir
Twitter
Visit Us
Follow Me
YOUTUBE
LinkedIn
Instagram