Antes que campañas, lo que requiere este país es terapia. Debe haber una que nos saque del surco de dolores en que nos tienen algunos imaginarios, que hablan más de lo que creemos que somos que de nuestra esencia. (Publica El Espectador)
Nada que superamos la tara de que somos los más felices del planeta, o que los buenos somos mayoría, por más que nos abofeteen encuestas y estadísticas. Y nos autoengañamos, creyéndonos sociedad ilustrada que habla el mejor castellano, erguida como la Atenas suramericana.
Lo demuestra la discusión bizantina sobre el respeto solemne que le debemos a la Feria del Libro y al libro mismo, por tradición.
Tienen razón los teóricos de la cibercultura, como Pierre Levy: habitamos un mundo nostálgico de relatos universales pero totalizantes, esto es, verticales, cerrados y organizados jerárquicamente.
Antes, los relatos eran de todos, hasta que apareció la escritura. Las narraciones pasaron a ser propiedad de quien sabía leer y escribir. Luego llegó la imprenta y el libro impreso se impulsó a lo más alto de la pirámide, casi inaccesible para las mayorías por su presunción de alta cultura, por su costo y, algunas veces, por aburridos.
Internet, como repite Levy, ha permitido el universal pero sin totalizante. El relato ha vuelto a ser patrimonio de todo el que tenga qué contar y tenga quien lo escuche. Harto tenemos que aprender de quienes han logrado con la multimedia el sueño perdido del esperanto, del idioma planetario; de quienes (como los millennials) saben disfrutar lo mejor de cada cosa, de manera transparente y natural; sin límites, categorizaciones excluyentes, espacios vedados, sin ese aire de distinción que levanta muros y construye fronteras.
Qué bueno que los jóvenes vuelvan a los relatos, si es que alguna vez se fueron de ellos. ¿Quién tiene la llave para descalificarlos?
Pero si los adultos no les aprendemos, no sólo nos quedaremos rumiando nuestras soledades, sino que nos perderemos la oportunidad de leerlos para comprenderlos.