Por Mario Morales
Vuelve y juega. Inexplicable que en el debate sobre refrendación de lo que se acuerde en la mesa de La Habana, la atención se la robe el “cómo” frente al “qué”. (Publica el Espectador)
Esa lógica nos define. Primero el mecanismo, luego el concepto. Antes vehículos que contenidos. Parece más importante definir a palos de ciego el modelo sin tener idea del fondo de los acuerdos entre Gobierno y guerrilla. Tal vez porque todos están pensando en “quiénes” tomarán la decisión.
Obviamente el mecanismo de refrendación requiere debate por lo que tiene de inclusión y participación. El llamado congresito solo representa la posición oficial, pero la asamblea constituyente permitiría intervención de quienes, como pasa en todo lado, no aportan y solo ponen palos en la rueda.
En un país menos esquizofrénico y menos dado a mangualas y mentiras, conocer los acuerdos antes de definir el procedimiento sería un imperativo, no solo moral sino estratégico, en tanto que esos temas ayudan a definir rutas y logística.
Ahora bien, lo contradictorio de la polémica sobre el modus operandi es que, de entrada, se descalifiquen las alternativas en nombre de la institucionalidad, como si la nuestra fuera un ejemplo de eficiencia y transparencia.
¿Acaso esa “institucionalidad” no tiene que ver con la altísima desigualdad social que está en el origen de todos los conflictos sociales? ¿De cuál institucionalidad hablamos? ¿La que representa la (in)dignidad del Congreso, precisamente el primero en crisparse ante la posibilidad de quedar al margen? ¿La que representa esa rama jurisdiccional que recurre el chantaje (como bien lo escribe María Jimena Duzán) para salvaguardar prebendas? ¿La de los falsos positivos? ¿La que se ha aliado con ilegales para combatir otros ilegales? ¿La del tapen-tapen?
Partir del maniqueísmo de que hay una institucionalidad sin tacha e intocable coincide con esa tentativa de quedarnos con los modos y sin el fondo, en contravía de la invaluable oportunidad o pretexto de enderezar el rumbo.