Por Mario Morales
Era sobre el papel un año para la historia. Pero pudo más nuestro sino, nuestro ADN, nuestra rancia costumbre de iniciar todo con pirotecnia y no terminarlo por el síndrome ese que en telecomunicaciones llaman de la última milla.
Eso fue lo que le faltó, por ejemplo, al proceso de paz, no sólo desde el punto de vista numérico, sino desde la perspectiva de grandeza y generosidad. Por eso, este año bisiesto nos devuelve, en vez de una nación reencontrada y dispuesta a dialogar en medio de sus diferencias, estos cuatro países que nos habitan: el progresista, el conservador, el indiferente y el excluido, que no sólo no se soportan entre sí, sino que, entre coyuntura y coyuntura, lo han dejado saber; al fin y al cabo, este fue el año de las emociones.
O a las cacareadas reformas, entre ellas la tributaria, que se vendió como la panacea a los males del posacuerdo desde la perspectiva de equidad en el sacrificio y resultó siendo otro golazo a las clases menos favorecidas y a la clase media, que se tragarán todo el sapo del hueco fiscal, pero sin la mantequilla prometida de los gravámenes a bebidas azucaradas, altas pensiones, dividendos y grandes fortunas. El poder para poder.
O a las masas manifestantes en las calles que ilusionaron las sombrías jornadas luego de las votaciones, como el campamento de la Plaza de Bolívar, acabado a sombrerazos por Peñalosa con la disculpa de un concierto; o como las del No, que no endosaron su posición a los populistas, politiqueros y oportunistas de siempre, con el ejemplo de la marcha que recordó que “Antioquia no es Uribe”; o como quienes protestan de manera válida por crímenes o abusos, pero la indignación les dura lo que una tableta efervescente.
Para no hablar de la Selección y de nuestro manoseado Millonarios… En fin, esos cinco p’al peso nos dejaron otra vez en veremos, sin ganas de añorar el año viejo que se va y con lánguidas expectativas para el que viene.