Tal vez sea esa la explicación. Esa adicción histórica a la adrenalina, el cortisol y la prolactina, las sustancias que según los científicos segregamos cuando sentimos odio o ira, esos dos apellidos que son más nuestros que el idioma o que el himno nacional. (Publica el Espectador)
Son la respuesta automática a todo tipo de propuesta, especialmente cuando tiene la cara de solución. Aquí, debate que trasciende es aquel que pasa por el insulto, la gritería y la altisonancia; y, claro, si genera una reacción en cadena que requiera de mayores dosis.
Hace rato, por ejemplo, que la discusión sobre la adopción gay perdió el rumbo y derivó en los lugares comunes de “lo antinatural” o “si no son ellos, quién más puede adoptar”, en medio del tropel y la mutua descalificación.
Por el mismo camino va el debate entre radicalismo religioso, alejado de la esencia; y el ateísmo soberbio que ahora se considera la cuna de los valores; o el de la tauromaquia que, en vez de seguir la senda de la argumentación de altura, ahora tendrá que dirimirse a las trompadas como ya se presagiaba en el pasado reciente, luego de la consulta ordenada por la Corte Constitucional.
Obviamente hay vertederos naturales de las insidias de alcantarilla que, para llegar al poder, en vez de proponer mejoras a los acuerdos de paz, el derrotero sea “volver trizas ese maldito papel que llaman acuerdo final con las Farc”, como se anunció en la nueva etapa del autodenominado Centro Democrático, reconocido por propios como una partido de derecha y por ajenos, como uno que desecha.
Lo único que falta es que ahora se líen a golpes con el naciente movimiento de las Farc por arrogarse el lema de partido de la esperanza.
Y mientras eso pasa, los avivatos de siempre, y esos sí de manera silenciosa, saquean Chocó, Córdoba y Guaviare; o se apropian de tierras baldías, contratos o recursos mineros; sin afectar el putamen social, que al decir de los científicos es la zona donde se activan la ira y el odio. Contradictorio, ¿no?