Por Mario Morales

Una cosa es el debate vehemente y otra muy distinta el escalamiento de agresividad que está alcanzando límites de crispación con cualquier disculpa. (Publica El Espectador)

La primera víctima es la libertad de expresión. Como ha pasado con quienes piensan distinto, y en posiciones opuestas, acerca de temas como la adopción por parte de parejas gais, el incremento de penas a victimarios de niños, el toreo o la ancha cobija de justicia transicional para todos los implicados en el conflicto armado interno. En el contexto civilizado que decimos defender, expresar opiniones o sentar posiciones en una u otra dirección no deberían ser causas del berenjenal que tiene agitado el cotarro.

Y ya estamos llegando a extremos: decisiones con matices de censura previa, como en el caso del columnista “renunciado” de El Colombiano, o exposición de grabaciones clandestinas de opiniones de docentes, como ocurrió en la Universidad de la Sabana, atentan no sólo contra la libertad de expresión sino que van en desmedro de espacios señeros en una sociedad que se piensa en términos de derechos.

Poder decir lo que se piensa con argumentos y ponerlo en tela de juicio fue la democracia que a nosotros nos dijeron. Se equivocan quienes desde orillas extremas y recurriendo a matoneos, descalificaciones o apabullamiento buscan el silenciamiento de opiniones diversas o contrarias.

La acumulación de informaciones fragmentadas, y pocas veces de calidad, así como las turbas reales o virtuales, generan emociones que truncan el diálogo constructivo y nos devuelven al escenario primitivo de la eliminación (así sea simbólica) del contrario. Más aún si lo que se propone está impregnado de populismo jurídico, o busca ambientar climas de opinión o ensuciar el debate para provocar caos.

Aunque siempre es mejor la palabra desbordada a los hechos irreversibles, hay que parar. El ambiente está caldeado. Y no faltará el loquito que quiera ir aún más allá.

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