Por: Mario Morales
Sería una exageración decir que llevamos cinco meses en paz, aún si en ese lapso no ha habido ningún muerto a causa del conflicto armado directo, como no pasaba desde hace medio siglo. Sería un motivo para celebrar que no se sigan perdiendo vidas humanas por culpa de la estupidez guerrerista, si esa fuera la consecuencia de que por fin aprendimos a lidiar con nuestras diferencias. (Publica El Espectador)
Pero no hay tal; seguimos en conflicto, si entendemos como tal la confrontación violenta entre quienes piensan distinto o tienen creencias diversas, y si se mantiene la perspectiva de la eliminación física o simbólica del otro.
Sí, hay un paréntesis necesario que ojalá termine con la incorporación completa de las Farc a la vida civil y que ojalá se extienda por varias generaciones. Pero preocupan, y mucho, los nubarrones de las bacrim y otros actores violentos copando los espacios que la guerrilla está dejando en casi 250 municipios, como señala la Fundación Paz y Reconciliación.
Como preocupa la muerte impune de líderes sociales, reclamantes de tierras y defensores de derechos humanos, síntomas de nuevas violencias, de odios reciclados.
Pero no es sólo allá donde el Estado brilla por su ausencia. La misma guerra a muerte cohabita en las ciudades por el monopolio del transporte público, el maltrato animal; o el control en el barrio, la esquina, la casa…
Y en medio de ello, el Estado improvisando, como siempre, a juzgar por el mes de retraso en las zonas veredales, esa colcha de retazos punitiva que es el nuevo Código de Policía, esos incentivos inanes para disminuir la accidentalidad y la ausencia de pedagogía para facilitar la convivencia.
Se entiende la quejadera general, las marchas recurrentes y hasta las 46 revocatorias que, según la Registraduría, van en camino. Algo tiene que hacer la gente más allá de esconderse del conflicto latente y de la delincuencia común que, para colmo, se ha tomado las ciudades.