Por Mario Morales
Sí. El pulso en el momento más crítico de los diálogos de paz lo ganó la guerrilla y fue merced a la desmesura de la derecha irreflexiva, encabezada por el uribismo incendiario. (Publica El Espectador)
La ofensiva de las Farc y la presión obcecada de la oposición pusieron contra las cuerdas al presidente Santos hasta el punto de llevarlo a cambiar la metodología de la mesa y adelantar de manera oficial el desescalamiento del conflicto.
No es de extrañar. Así ha sido de manera inveterada. La guerrilla y el uribismo se retroalimentan y oxigenan desde orillas distintas. Cuando el proceso marchaba sobre ruedas en la mesa y en la opinión pública, el autodenominado Centro Democrático tuvo que suavizar la posición a instancias del fugado Luis Carlos Restrepo para impedir ser arrollado por el efecto bola de nieve.
Pero el ataque a los soldados en Cauca les dio un segundo aire a los perifoneadores de la guerra, que pusieron en jaque las mismas conversaciones. Luego, la ruptura de la tregua y la inconciencia de quienes pedían el fin de los diálogos le cerraron salidas a Santos.
Así, sin quererlo, esa oposición generó el ambiente para que se deshiciera el nudo gordiano en las conversaciones y resultó haciéndole un favor al proceso. Sin ese riesgo de ruptura, difícilmente el país habría aceptado bajarle intensidad al conflicto tal y como quedó planteado.
A cambio, las barras bravas recibieron un lánguido plazo de cuatro meses, que no es siquiera un penultimátum. Claro, Santos se dejó meter en el túnel del tiempo, del cual difícilmente se podrá salir; pero una cosa es un lapso para evaluación, allá por noviembre, además renovable y sin más indicadores que respetar la tregua y mostrar avances; y otra, una fecha obligante con unos resultados específicos.
El Gobierno cedió comodines, pero avanzó en otros frentes. Le bajó la presión a la mesa en lo que queda de año, zafó al uribismo, aireó las elecciones de octubre y salvó temporalmente el proceso. Ganó perdiendo, y con él, el país… por ahora.
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