Por Mario Morales

En un país decente, la famosa Ley 966, o de Garantías, sería obscena por obvia. En un país con algo de pudor sería algo menos que innecesaria. (Publica El Espectador)

Pero en un país como el nuestro, corroído por la corrupción y las más bajas pasiones, mantener cortapisas al incremento burocrático que respalde causas o campañas, o la pretendida inversión para que el mandatario de turno obtenga ventajas indebidas, es absolutamente procedente.

Así lo ha entendido la opinión pública con la excepción, poco razonable, de los directamente interesados en que se derogue la ley: mandatarios locales o regionales y el presidente. Los primeros porque requieren de mermelada para la tostada electorera, y el último en la perspectiva de aceitar el mecanismo de refrendación de los acuerdos de La Habana.

Les quedarían menos de tres meses para comprometer fidelidades, con el lance de que después de junio se acabe el pegante de las adhesiones. Un riesgo alto para tanta platica como hay en juego. Y ese precisamente es el argumento más indignante, que alcaldes y presidente babeen con la cifra, $5,8 billones, en vez de hablar de proyectos estratégicos y necesidades específicas del país y sus regiones. ¿Gastar en vez de invertir?

Algo debe tener la dichosa ley en sus límites que despierta tantas sensibilidades entre los contratantes, como si esa fuera la única opción de “irrigar la economía para impulsar el empleo”, como dice el perifoneo oficial. ¿Acaso no quedan las alternativas de subastas, licitaciones, invitaciones, etc.?

Luego de la barahúnda circundante, y así no fragüe la iniciativa, sale ganando Santos. Primero, porque a los mandatarios regionales a quienes prometió reelección les queda claro que por lo menos lo intentó. Y segundo, porque pone a pelear a la oposición con otros molinos de viento y le da un airecito al candente proceso de paz.

Que se olviden de ese dinero. Los proyectos serios y planeados aseguraron financiación. Lo demás es politiquería o improvisación.

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