La legalidad de la desigualdad

Miradas en bruto, las cifras sobre desempleo —una disminución de 4,5 puntos porcentuales a agosto de 2021, como lo reporta el DANE— pueden sonar halagüeñas. Pero, aterrizadas en carnitas y huesitos, es indecente seguir considerando empleo toda labor continua que tenga como pago menos de un salario mínimo. (Publica El Espectador)

Que, según la Gran Encuesta Integrada de Hogares, un poco más de seis millones de colombianos hubiesen recibido medio salario mínimo o menos en 2020 es impresentable para esta sociedad que ya comienza a llenarse la boca hablando de recuperación, en medio de la creciente desigualdad, el tercer apellido que tienen la inmensa mayoría de seres a quienes les tocó en suerte nacer en estas tierras.

Esa es la dramática situación de la mitad de trabajadores en Colombia. De ellos, el 46 % no estudiaron nada, es decir, están condenados a vivir en situación de miseria sin esperanza alguna. Es la suma de las inequidades: la del acceso a la educación, la del acceso al empleo regular y la de la imposibilidad de tener ingresos dignos para sí mismos y para sus familias.

Una desigualdad que pasa factura en el día a día y en las cosas pequeñas, pero se legitima y resignifica en otros aspectos estructurales de esta cultura hipócrita que, entre otros muchos aspectos, sigue alabando a los avivatos a la hora de las evasiones y las elusiones en el pago de impuestos, terminando de ampliar la brecha para los que nada tienen.

Avivatos que se exhiben orondos porque no tributan aquí o pagan menos en otras latitudes, como si semejante acto infestado de “legalidad” no fuera una suerte de traición a su país y una sonora y dolorosa bofetada a quienes sí lo hacen y a quienes, con esos tributos, podrían acceder a algún tipo de educación, alimentación o servicio de salud.

Más grave todavía, si semejante “felonía” la cometen quienes ocupan u ocuparon altos cargos en la vida pública. Así las normas los amparen, son responsables por acción, omisión y ejemplo del despeñadero moral y social del país donde la desigualdad parece ser legal. La historia los condenará.

La hora de las utopías

No. El creciente problema de la guerra, porque de la paz se habla cada vez menos —como no sea para evocar la eterna utopía de este país descuadernado—, no debe ser un asunto de campaña. Ya fue suficiente que los fusiles impusieran presidente durante, por lo menos, seis períodos. (Publica El Espectador)

La emergencia del conflicto, acompañado de distintas y cada vez más complejas formas de violencia, es, parafraseando a Clemenceau, un asunto demasiado serio como para dejárselo a políticos o militares.

Más allá de los miedos, la desinformación o la reconstrucción del viejo enemigo único, encarnado en las guerrillas, las voces vivas del país parecen estar ocupadas en otros menesteres, presionados por la otra inseguridad, el cuarto pico o los yerros de este Gobierno, tantos que no es concebible que sean sin intención, sino una insólita adaptación del entretenimiento con fines distractores.

Hasta en la agenda de la mayoría de los medios, combates y escaramuzas ocupan un lugar discreto, imperceptible, sin cubrimiento in situ, supeditados a información centralista o comunicados, sumisos a la patraña uribista de hace más de tres lustros, de impedir reportería dizque por seguridad. Desaparecida la información, hicieron creer que el conflicto no existía.

Pues la guerra está viva, cobrando víctimas y avanzando para cumplir su propia profecía de indomabilidad por su carácter fragmentario, sin mandos únicos ni controles internos distintos a vendettas o delaciones.

Es hora de que la sociedad civil, acompañada de academia y comunidad internacional, se arrogue el derecho de liderar alarmas, relatos y manifestaciones creativas para exigir el cese efectivo de las violencias, habida cuenta de los oídos sordos de este Gobierno y los brazos caídos del Congreso, hoy más remoto que nunca.

Quizá no sea hora aún de abandonar la utopía de la paz, así tengamos que inventarnos otra, tanto o más inalcanzable, para que nos decidamos a pedir o a hacer algo que no termine en una ley o una reforma ni que tenga que pasar por manos de políticos; mucho menos si están, como por estos días, ebrios de poder y bajas pasiones.

¿Moneditas de oro o de cobre?

Desde antes de que se inventaran, nos gustaban las exageraciones, no para definirnos sino para imaginarnos como querríamos ser recordados. Por eso también nos gustan las listas y clasificaciones, pruebas casi siempre apócrifas de lo que decimos, sobre todo sí es de nosotros mismos. Así, entre hipérboles y grandilocuencias se nos va la vida. De veras, pensamos que la palabra crea, da vida o mata. (Publica el Espectador)

Comenzando por el presidente Duque o quienes escriben sus discursos, mayestáticos, pomposos y arrogantes a más no poder, sin importar que no tengan asidero. Si por él fuera, seríamos ya no el Silicon Valley ruta dos, otra de sus frustraciones —por incompetencia nacional, claro está—, sino la cuna de los récords Guinness o sede sempiterna de los Juegos Olímpicos, más alto, más lejos… Tal vez por eso se contrató la acuñación de 1.409 monedas de bronce recubiertas de oro (¿o es al revés?) con el nombre de quien ocupa la majestad de la república.

Baste mirar la entrevista de este domingo en El Tiempo, prueba fehaciente de su prosopopeya —mal conocida en las esquinas como lenguaje de culebrero—, cuando denomina la improvisada reforma tributaria como “la ley social más importante que se ha aprobado en Colombia en este siglo”, “la más concertada en los últimos años” y “la reforma fiscal de más alto recaudo”, ah, pero “con una agenda de austeridad” (simbolizada en moneditas de oro, para no mostrar el cobre). O cuando disimula recortes al Acuerdo de Paz y dice que “tenemos ya récords en obras por impuestos”, o que su gobierno —y ese es el broche de oro (o cobre)— “ha hecho las reformas anticorrupción más importantes de los últimos años”, “la primera reforma a la justicia en 25 años”… en fin.

Mientras tanto, en la otra cara de la moneda (¿la de cobre? ¿La de oro?), su mentor le hace el videojuego, maximizando el legado del gobierno anterior y minimizando (porque las hipérboles sirven a los extremos) la responsabilidad del actual, que fue elegido con las mismas maquinarias y los mismos votos y “hasta más de lo que va corrido de siglo”.

Del oportunismo y otros “shows”

Parafraseando a Maquiavelo, habría que decir que el ser humano, sobre todo si es colombiano, es oportunista por naturaleza. Ese es el germen que irradia todos nuestros antivalores. Transporta los genes del egoísmo, del interés personal, haciéndolos ver como necesarios, inevitables e incluso loables, si, dejados de lado los medios, se glorifican los fines. (Publica El Espectador)

Por eso no hay mejor retrato de lo que somos, de lo que nos representa, que esa imagen del gran colombiano reunido con Epa Colombia. No hizo falta un himno o un escudo. Es el resumen de la historia reciente, del presente que a nosotros nos dijeron. De la Colombia “profunda”. El país de la papaya o de la empanada.

Por un lado, está el politiquero avezado, hábil en leer las circunstancias. Sofista por definición. Camaleón del trópico que no tiene pudor para extraer de los demás su instante de visibilidad, su minuto de fama. Populismo vampiro.

Y por el otro lado, el arribismo clásico que tanto nos molesta, como decimos de dientes hacia fuera, pero en el que nos sentimos reconocidos, expertos como somos en el atajo, en el ventajismo, disfrazado de éxito o superación, claro, si se logra coronar, que es el filtro que borra pasados inconfesables. Los trepadores que fracasan son doblemente abominados.

Los dos portan ese tinte indeleble de intrusos y de advenedizos que llegaron para enrocar e imponer una nueva ética. Aquel, desde la imagen construida de patrón de provincia. Ella, del submundo social, sin Dios ni ley. El todo vale.

Han ido aprendiendo que, contrario o complementario a lo que ha dicho Lipovetsky —el filósofo francés—, los rieles que mueven el mundo actual, objeto de la seducción, son el disgusto y la emoción. Nada que enamore más que los desplantes, el insulto velado, la incoherencia en medio de esa vanidad suprema que asiste a los pretendidos líderes de opinión, que los hace creerse en un pedestal, pero sobre todo los hace sentirse por encima del bien y del mal. Su reino por un show.

Que se queden

Por Mario Morales

No creo que la ministra de las Tic deba renunciar. No debería hacerlo. Y no por insuficiencia de capacidades para estar donde está. Eso, su incompetencia, es lo único que ha podido probar. ¿Cómo pudo llegar tan alto? Tampoco por sus debilidades comunicativas y su discurso inconexo fabricado con frases de cajón como esa, aprendida de Duque, de que quiere ser clara, o de que los que tiene es ganas (¡si solo fuera por eso!) o de que la conectividad es equidad, hoy contradicha por sus yerros y por el no futuro para los usuarios de su proyecto de internet gratis a zonas rurales.  (Publica El Espectador)

Ni por su palpitante nerviosismo cuando balbucea o se contradice frente a una cámara o a un micrófono. ¿Cómo la ponen a sufrir así sus asesores? ¿qué quieren despertar? ¿Lástima?

Ni siquiera por el cinismo de afirmar que fueron ellos lo que abrieron la caja de Pandora o de ofrecer cabezas y muertes políticas, como la suya misma, mientras baja la marea y la memoria ram del periodismo.

Como tampoco debería haber oposición al escandaloso nombramiento de Carrasquilla como codirector en el Banco de República, todo un desafío al sentido común y a los mínimos niveles de inteligencia ciudadana.

De igual manera, no debería haber objeción al esperpento de proyecto de amnistía general, sin futuro y sin opciones, en el que Uribe quiere montar a Duque para terminar de hundirlo mientras juega al ensayo y error.

Este país desmemoriado, que comienza a mirar al 2022; este país indiferente, que cree que nada puede cambiar a la sombra de los gamonales de siempre; este país insensible, que va de caída en caída, necesita que lo azucen todos los días durante los próximos nueve meses, recordándoles esas veleidades y esos caprichos, para que el adormecimiento en medio de la campaña por culpa de la rabia y el miedo, que busca alejar el interés y los votantes, por una vez en la historia no lo lleve a tropezar, una vez más, con la misma piedra. Que se queden. www.mariomorales.info y @marioemorales

La amnistía y el rabo de paja

Es el todo o nada. No les sirve negociar o ceder, y si retroceden un poco es para tomar impulso. Es la visión totalitaria de los poderes paralelos que hoy tenemos y que proponen, una vez más, la “amnistía general” a ver si pueden alejar su rabo de paja de la candela que hoy solo atizan las víctimas —y quienes las apoyan— del conflicto más degradado de que tengamos noticia. (Publica el Espectador)

Por eso no les interesa la verdad, ni la justicia ni la reparación, sino acudir, como si estuviéramos hablando de una lista de morosos tributarios, a la manida estrategia del borrón y cuenta nueva que tanto daño ha hecho al país, a su construcción de valores, a la autoestima nacional y al respeto por la ley… Como si el problema fuera exclusivamente, como siempre, la suerte de los autores materiales e intelectuales de delitos y desmanes. Una amnistía de sastre y a la medida, que no es más que el camino del atajo para evitar el largo y, a veces, tedioso proceso de reconciliación con el cumplimiento previo de requisitos, pero también es la patente de corso para seguir en las mismas y con los mismos ahora que llega el 2022, el año del reencauche electorero.

Por eso se le quieren atravesar, con sus proverbiales jugaditas, a la justa extensión del período de la Comisión de la Verdad. Fieles a su espíritu totalitario, también quieren adueñarse, para manipularla, de la narrativa que los involucra y delata.

Y todo a cambio de nada, salvo atornillarlos al poder, legitimar sus métodos y aplicarse el lavado de activos judiciales. Mientras, el país sigue sometido a la cruel dosis de una masacre cada tres días y al robo descarado de las arcas públicas por las mafias de siempre, que necesitan fondearse para financiar campañas que propongan otras amnistías.

Claro, de vez en cuando los asalta el miedo de encontrarse en cada elección con un país nuevo, que los termine de bajar del pedestal e interrumpa su cínico monólogo para confrontarlos con la verdad que debe comenzar por la aplicación de justicia.

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